lunes, 22 de enero de 2018

Stavros #4 (Policial): El Culpable

La causa de muerte fue ahogamiento por embolia gaseosa —inyección de aire directo a la arteria— lo que le produjo un infarto. Parecía raro pero no tanto entre drogadictos suicidas, según comentó el viejo fiscal. El cuerpo de su cómplice estaba en la habitación vecina, estrangulado por el cordón de su zapatilla, probablemente luego de una discusión por esos pocos billetes esparcidos por el suelo o lo que quedaba de la droga. El caso seguiría en investigación pero a nadie le importaría que el fiscal lo cerrara sólo para alivianar el peso de las carpetas sobre su escritorio.

—¿La conociste de algún lugar? —le preguntó el comisario Stavros al detective Fredes, luego de mostrarle la carpeta con los antecedentes y una foto mediana de la chica en cuestión, cuyo rostro no se veía mejor que la vez anterior.

El detective le echó un vistazo. Arqueó los labios mientras hacía memoria y terminó por asentir.

—Renzo Duarte.

Stavros reaccionó con una mueca de desagrado.

—¿El abogadito progre que defiende delincuentes?

—Ese mismo.

—Pero trabaja para Richard Ortega, al otro lado de la ciudad.

—Ahora trabaja ahí, pero hace tres años estaba con Francesco Esposito.

—El hijo de puta de la población Padre Valverde —recordó el comisario de inmediato—. Está preso por asociación ilícita.

—Los robos a farmacias, ¿te acuerdas?

—¿Qué tiene que ver con la chica?

—Ella era uno de los niños que usaba para delinquir, y si la policía les caía encima…

—Los soltaban por minoría de edad —dijo Stavros con mala cara.

—El abogado de Esposito los ponía de vuelta en la calle.

La información dejó a Stavros en silencio por un instante. Ya tenía un culpable.

***

Lo que se sabía del abogado Renzo Duarte era que hace algunos años tuvo que abandonar la defensa de su antiguo representado, Francesco Esposito. La razón que esgrimió fue la de “incompatibilidad de agenda”, pero se elucubraba en el entorno que había huido como las ratas después que no había podido salvar a su cliente de pasar un largo período en la cárcel —veinte años por asociación ilícita para delinquir—, y que ahora de seguro él mismo se vería relacionado con los ilícitos. La sentencia condenatoria no sólo consideraba los asaltos a farmacias, organizados a través de bandas criminales que se repartían por toda la ciudad, sino además la agravante particular de haberlo hecho con gente armada o personas que le aseguraban impunidad. Estas personas eran menores de catorce años, y el Estado se encargaba de dar un fuerte reproche a la conducta, cosa rara si se considera que el poder político hacía poco y nada por esos niños. “Nuestro país está en deuda”, les encantaba decir a esa tropa de maricones cada cuatro años.

A pesar de todo, y luego de un corto período de poca actividad, el abogado Duarte volvió a sus andanzas. La buena práctica en delitos de asociación ilícita, lavado de dinero y narcotráfico eran siempre bien valorada entre delincuentes de poder como Richard Ortega, tanto para sus negocios como para sus apuros de ocasión.

—Su señoría —dijo a su turno con sincera confianza, para finalizar su alegato—, tengo un hijo de tres años que aún no sabe escribir —No tenía hijos—, pero va al jardín infantil y hace unas pinturas con los dedos que le quedan bastante bien. —A continuación tomó las dos carpetas del escritorio—. Digo esto porque esas pinturas tienen más coherencia que los informes de la fiscalía…

—Los informes no fueron cuestionados por la defensa —se apresuró a aclarar el fiscal, un abogado cuya juventud, soberbia y esa barba larga de moda parecían demostrarle a todo el mundo que era imposible encontrar reparos a su estrategia judicial.

—No cuestiono lo que dicen los informes —contrapuso Duarte—. Cuestiono lo que no dicen.

Dejó caer las carpetas, una después de otra, para que los tres jueces al frente notaran su desdén.

—El primero dice que la cocaína incautada a mi cliente es cocaína —relataba en el intertanto—. El otro dice que la cocaína es mala.

Algo irónico pero conciso; se refería al informe de análisis de la droga y al informe adjunto sobre su peligrosidad y acción sobre el organismo.

—Explíqueme esto —continuó, dando una mirada al fiscal, y sabiendo que los jueces ya se lo esperaban—, ¿cómo cree usted que esta sustancia —y exhibió la fotografía forense de la bolsa incautada— va producir los efectos que ese informe señala, si no se ha tomado la molestia de aclararnos cuál es su grado de pureza o de concentración?

El fiscal frunció las cejas, con una sonrisa casi imperceptible, porque aún no asimilaba el hecho de que esa pequeña circunstancia de poca frecuencia pero conocida por abogados de mayor bagaje podía echar abajo los juicios por narcotráfico. Y así fue que minutos después el tribunal declaró la inocencia de Richard Ortega por no haberse podido acreditar el delito. El fiscal se llevaba su primera derrota en su corta carrera, aunque de alguna forma se encargaría de hacerlo parecer una victoria en su guarida del Ministerio Público.

Sin embargo, para Renzo Duarte este era sólo uno de varios casos en su agenda para el mismo día: solicitudes de libertad condicional, cambio de fechas, preparar el juicio oral, nombramiento de peritos, etc.; un eterno transitar por salas de audiencia y que realizaba de forma casi inconsciente, siempre con el pensamiento puesto en otra diligencia. Jamás se quejaba; primero porque los años en tribunales lo hicieron inmune al olor a mierda, y segundo —y era esto lo más importante— porque ahora ganaba más que antes; era la pieza fundamental de una empresa, de esas que dan mucho dinero: las de delincuentes; así que tenía un buen traje, un lindo reloj, un automóvil de lujo y dos putas a la semana se encargaban de sacarle el estrés a mamadas. Todo su trabajo estaba relacionado y giraba en torno a una sola persona: Richard Ortega y sus negocios.

El comisario Stavros había escuchado de aquel abogado; conocía las sospechas por delitos de obstrucción a la investigación y otros que sólo pueden cometer los abogados. Pero no lo odiaba por eso. No lo odió cuando supo que aquella chica drogadicta era uno de los soldados que usaba su antiguo cliente Francesco Esposito como carne de cañón. Tampoco le importó que mintiera descaradamente en los juicios —él mismo lo hacía cuando convenía a sus intereses—, ni cuando presentaba testigos falsos, entrenados como delfines de acuario para mentir. No, no es por eso que Stavros estaba decidido a matar al abogado Renzo Duarte. Lo que le reventaba las pelotas era otra cosa. “Yo no saco delincuentes de la cárcel —decía el letrado con falsa humildad encogiéndose de hombros—: ¡Es el fiscal el que no los puede dejar adentro!”. Tampoco. Técnicamente tenía razón, y no se podía desconocer que muchas veces era el propio acusador quien cometía errores en la persecución penal. Duarte podía dejar a las víctimas sin justicia, pero, aun así, él estaba en todo su derecho de alegar que sólo hacía su trabajo. Había algo más. En uno de esos casos que alcanzaron a tener repercusión en los medios de comunicación, no perdió ocasión para presumir de su talento. “¿Dicen que los tribunales hacen justicia? —comentó sobrado a una radio local luego de ganar el juicio—. Yo digo que sólo eligen al mejor abogado” —remató con una sonrisa.

Efectivamente. El hijo de puta lo disfrutaba.

Así y todo, el comisario debía cuidar sus pasos. Ya estaba él mismo bajo el lente de sus superiores y empezaba a levantarse en el ambiente cierta sensación de “estar en el lugar correcto en el momento adecuado”, así que lo mejor sería cambiar de plan para no llamar la atención. Al menos por un tiempo.

***

Tito Ortega era el hijo único de Richard. Desde siempre estuvo al tanto de los negocios de su padre y el ingreso a la vida delictual se dio de forma natural, aunque asegurando desde el principio una posición de privilegio. A los dieciocho años ya tenía experiencia, y uno de sus deberes era garantizar que los ingresos de la familia no levantaran sospechas en el Servicio de Impuestos Internos. Para ello había comprado, a través de un tercero, un terreno de gran extensión a las afueras de la ciudad, lo partió en lotes más pequeños y lo vendió a sus cómplices. La compra y venta simulada de esos terrenos para fingir ganancias duró al menos unos cinco años; pero Impuestos Internos sabe de estas cosas y a poco de investigar descubrió el delito. Él y sus cómplices quedaron en prisión preventiva mientras durara la investigación.

Stavros investigó al respecto, y cuando terminó de acomodar sus piezas en el tablero, contactó a Richard Ortega. El padre de Tito también estaba informado de la extraña fama del comisario así que tomó sus resguardos. La reunión informal se efectuó en un lugar desconocido de la periferia, otro de esos tantos edificios abandonados donde la gente moría y ni siquiera el mal olor llamaba la atención. Un tipo alto y serio se encargaba de vigilar a cierta distancia.

—Mi abogado lo controla todo —respondió lacónico Richard Ortega, frente al requerimiento del comisario.

—Es probable que sí —dijo Stavros a su vez—, pero ¿quién controla a su abogado?

Ortega lo miró con extrañeza. Demasiada insolencia para un policía que tuvo la osadía de presentarse allí solo. Aún no se imaginaba lo que éste venía a decirle.

—Lo que hizo el fiscal —prosiguió el comisario— fue seguir el dinero; revisó las escrituras con los traspasos de terrenos…

—El nombre de mi hijo no está en ninguna de esas escrituras.

—Ya le dije, el dinero —enfatizó Stavros—. Los cómplices de su hijo ni siquiera se tomaron la molestia de disimular un poco. Se confiaron igual que su hijo y al final los números pasan de mano en mano hasta terminar en una cuenta bancaria.

—Fue una imprudencia —recordó Ortega con una mueca.

—Una imprudencia de su abogado —insinuó Stavros.

Ortega lo procesó por un instante, pero un argumento tan poco consistente terminó por hartarlo.

—Carlo —llamó por sobre su hombro al sujeto que lo custodiaba—, llévate a este tipo de aquí.

El sujeto se acercó, pero Stavros no se intimidó. Sólo sonrió.

—Lo que usted no sabe —dijo con calculada osadía— es que el gran negocio de ese abogado es a costa de su hijo.

Esta vez, Ortega mostró súbito interés. Hizo una seña a su hombre y éste se detuvo. Stavros sacó unos papeles del bolsillo interno de su chaqueta y se los entregó. Ortega frunció las cejas y mantuvo una mirada seria. Quiso mirar los papeles pero el comisario se adelantó.

—Usted le paga millones por audiencias, acuerdos judiciales y extrajudiciales, bonos, premios y gastos de gestión, pero jamás le ha interesado cómo lo hace, y si investigara un poco se daría cuenta de que Duarte maneja los hilos de su organización a su propia conveniencia: él elige quién entra y sale de prisión, según lo que le paguen. Y si le pagan bien, ¿por qué tendría que matar a la gallina de los huevos de oro?

Ortega abrió los ojos con creciente sorpresa.

—Sí —agregó Stavros cuando lo notó—, hay una sola persona que sigue en prisión desde hace un año sin interrupción, porque su abogado sabe que vale más adentro que afuera. —Señaló los papeles—. Hablé con el fiscal esta mañana. Va a pedir una prórroga por otros seis meses para seguir investigando. ¿Y sabe por qué está confiado? Porque Duarte no va a hacer nada para evitarlo; no va a apelar y si apela lo va a hacer muy mal, porque si él hubiese querido sacar a su hijo de la cárcel, señor Ortega… ya lo habría hecho.

Ortega mantuvo la mirada pensativa y tensa por unos segundos, como si asimilara con espanto. Finalmente, y luego de tomar una resolución definitiva, levantó la mirada y se sorprendió de las verdaderas intenciones de Stavros.

—Puta madre, policía de mierda —masculló entre dientes—. Usted es la justicia —pareció increparle—. ¿Sabe lo que voy a hacer con ese abogado?

Stavros terminó respirando aliviado. Era precisamente lo que quería escuchar. Sabía que Ortega mandaría revisar las actuaciones de su abogado, y es por eso que había cuidado bien los detalles; estaban a la vista todos los documentos que delataban a Renzo Duarte: sus tácticas, artimañas, mentiras, errores intencionales, toda su vida en un puñado de papeles; pero ahora no tendría escapatoria porque su juzgador no le daría la oportunidad. Bastaron unos pocos días para que se perdiera todo rastro del letrado cómplice; pero nada que sorprendiera a quienes ya conocían la metodología de la familia Ortega; un poco de tortura para el consuelo y deleite personal, y luego el final. Después de todo, no hay recurso de apelación para una bala directa a la cabeza. Ni para un descuartizamiento.

FiN

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