No fue una buena relación
abogado-cliente desde el principio; de otra forma, Alonso Rivas no se habría encontrado
fuera de ese restaurante, con su traje formal desarreglado y con magulladuras
en la cara, maldiciendo cada segundo del momento en que conoció a su cliente Jaime
Castaño, pero, por sobre todo, a los peligrosos hermanos Moreno.
Pero ya no había vuelta atrás, y
salvar el pellejo era lo primero, así que respiró hondo, se miró en el reflejo
de la ventana del frontis, se arregló el cabello y luego la corbata, hizo un
pequeño gesto dubitativo pero finalmente el temor lo sobrepasó y decidió
ingresar.
El lugar estaba vacío, excepto
por la mesa cerca de la barra donde lo esperaba Castaño, sudoroso y ansioso al
punto de la desesperación, que había permanecido escondido los últimos días
esperando la llamada de su abogado. Al verlo entrar se levantó de un brinco de
la silla, mientras Alonso hacía un gesto al mesero que se acercó en seguida.
—Un whisky seco y una bolsa con
hielo —le pidió antes de sentarse a la mesa. El mesero se alejó raudo mientras Castaño
volvía a su lugar con el mismo semblante de preocupación del principio.
—¿Qué te pasó? —preguntó éste con
asombro al ver la cara maltratada de Alonso.
—Es lo que pasa cuando te metes con
un traficante como Martín Moreno —respondió el letrado de mala gana.
—Alonso, escúchame —trató de
explicar Castaño—, yo no tuve la culpa. ¿Cómo iba a saber que mi contraparte
era el hermano de Martín Moreno? ¿Cómo iba a saber que hacía negocios con un
par de traficantes? ¡Era un simple contrato de asesoría!
El mesero llegó con el whisky y
la bolsa con hielo. Alonso dio un par de sorbos grandes al vaso hasta dejarlo
vacío y luego, con una mueca de dolor, se colocó la bolsa en la mitad derecha
del rostro, inclinando la cabeza hacia atrás.
—Los hermanitos Moreno —musitó luego
de un instante, como pensando en voz alta—. Soy el abogado con peor suerte del
mundo.
Martín y Tano Moreno se habían
iniciado como traficantes del montón en el sector de Padre Valverde de
Santiago, pero lentamente empezaron a surgir en el mundo de la droga.
Probablemente habrían terminado en la cárcel como cualquier delincuente al ser
descubiertos gastando el dinero que no habían ganado legalmente, pero hace unos
diez años heredaron un terreno perdido en el sur de Chile, y Martín, el mayor y
más listo de los dos, tuvo la ocurrencia de dividirlo en varios lotes individuales
con el propósito de simular arriendos y ganancias por concepto de pago de
rentas anuales.
El negocio ilícito creció y los
hermanos compraron casas y departamentos en varias comunas de la capital
aplicando el mismo modus operandi,
pero cuando la estrategia de los arriendos se hizo insuficiente para respaldar
los gastos, se vieron en la necesidad de crear distintas sociedades de fachada
que empezaron a facturar servicios inexistentes a clientes cómplices y
ficticios. En la parte que tocó a Tano Moreno se encontraba la empresa TaN de
Gestión Inmobiliaria, la que, para no levantar más sospechas y por orden su
hermano, contrataría profesionales de medio tiempo que, de vez en cuando,
prestarían asesoría a algún cliente real. El problema fue que Tano nunca se lo
tomó muy en serio, más preocupado de los automóviles de lujo, las mujeres, los
viajes y gastarse los millones que generaba el tráfico de droga; eso hasta que finalmente
uno de sus clientes, un tal Jaime Castaño, inconforme con las ganancias
obtenidas a través de su aporte de inversión, demandó a la empresa por
incumplimiento de contrato, haciéndose representar por su abogado Alonso Rivas.
La que en principio parecía una
demanda civil sin importancia, no tardó en llegar a los oídos del Servicio de
Impuestos Internos que, luego de algunas indagaciones, sospechó de un posible
fraude y falsificación de documentos. Al enterarse de aquello, Alonso tuvo de
inmediato un mal presentimiento así que le encargó a su ayudante Yobani Peña
realizar una investigación paralela que incluyera a sus contactos más
peligrosos. Pero ya era demasiado tarde.
—Tengo el informe de Tano Moreno
que me encargaste —le comunicó Yobani con extraño nerviosismo—. No te va a
gustar.
—Mierda —masculló Alonso.
—Tienes que salirte de ese caso
ahora mismo.
—¿Qué averiguaste?
Poco después el Ministerio
Público hizo su aparición y echó mano a Tano Moreno como la cara visible de la
empresa de fachada. En la primera audiencia el fiscal anunciaría una
investigación rigurosa y pediría la prisión preventiva del imputado.
Martín Moreno reaccionó furioso
al enterarse de la detención de su hermano menor; no por la desgracia familiar,
sino por la obligación de tener que adoptar medidas de resguardo extremas, como
paralizar sus negocios por completo, disolver algunas sociedades y tener que
ocultarse él mismo por un tiempo indeterminado, y si bien se habían asegurado
de no ser conectados entre sí en el evento de alguna investigación, esto era
claramente la confirmación de sus aprensiones sobre la desprolijidad e
irresponsabilidad de su hermano. De todas formas, y casi como un deber moral,
Martín se dio maña para mover sus piezas y buscar a los otros responsables del percance:
el tipo que demandó a Tano, Jaime Castaño, y su abogado, que fue el primero en
caer.
Alonso Rivas ya había presentado
la renuncia al patrocinio de su cliente y pensaba desaparecer lo antes posible,
pero sus planes se frustraron cuando dos hombres irrumpieron temprano por la mañana
en su departamento, lo redujeron a golpes de puño y patadas y se lo llevaron.
Cuando empezó a recobrar la
conciencia se percató de que tenía las manos atadas por delante y que lo
conducían con los pies a rastras a través de un pasillo poco iluminado hasta el
interior de una oficina igualmente oscura. Sentía un molesto dolor en el ojo
derecho. Lo dejaron caer de rodillas y manos en el centro de la habitación, y
cuando alzó la vista se encontró frente a sí con el semblante de un sujeto en
tenida semiformal que lo observaba atento, a la espera de que tuviera fuerzas
para confrontarlo. Alonso no lo conocía pero intuyó de inmediato que se trataba
de Martín Moreno, y, a consecuencia de ello, empezó a hacerse a la idea de que
era muy poco probable que pudiera salir vivo de allí.
—¿Sabe quién soy, abogado?
—preguntó Martín encendiendo un cigarrillo, con aire despreocupado pero
fingido.
Alonso miró a su alrededor antes
de volver con él y asentir con la cabeza.
—Bueno, yo también lo conozco
—añadió el hermano mayor de Tano—. Es gracias a usted que esta oficina está
vacía. Supongo que también lo sabe.
—Martín… —se apresuró a decir Alonso
tratando de levantarse, pero de inmediato uno de los dos tipos que lo
flanqueaban se lo impidió—. Martín escúcheme —reanudó—, yo no tuve nada que ver
con la detención de su hermano…
—Su nombre estaba en el escrito
de demanda, y ya dejémonos de juegos —sentenció el otro un tanto harto—. Voy a
perder mucho dinero y alguien tiene que pagar, así que me va decir ahora mismo
dónde se encuentra ese hijo de puta que tiene por cliente.
—Martín —insistió nervioso el
abogado—. Castaño es un pobre diablo igual que yo. No sabíamos nada antes de
demandar a Tano, se lo juro. Era una demanda por incumplimiento de contrato…
—¿Y cómo se explica que
Impuestos Internos y la fiscalía hayan metido sus narices al poco tiempo?
—inquirió Martín—. Fue usted el que lo delató. Usted o su cliente, eso ya no me
interesa.
Alonso negó con la cabeza, cada
vez más nervioso, mientras su interlocutor, con toda tranquilidad, y sosteniendo
el cigarrillo en los labios, sacaba una pistola de su espalda baja y revisaba
el cargador.
—Martín, escúcheme, por favor —imploró
el abogado haciendo un supremo esfuerzo por hilvanar sus ideas y atreverse a
decir lo que quería—. Fue su hermano el que cometió los errores, no yo. Era
cuestión de investigarlo un poco y tarde o temprano lo iban a descubrir…
Sus palabras se vieron
interrumpidas violentamente cuando Martín le golpeó la cabeza con el mango de
la pistola.
—No hables así de mi familia,
imbécil —le reprendió el traficante, siempre manteniendo el control y dando
luego una pitada al cigarrillo.
—No le estoy mintiendo, Martín
—dijo Alonso, que tuvo que aguantarse el dolor de la cabeza para seguir
hablando—. Escúcheme, fue demasiado fácil hacerlo caer. Si usted me deja, puedo
decirle lo que encontré.
—Sólo me interesa saber dónde
está ese Jaime Castaño —insistió Martín—. ¿Va a decírmelo ahora o no? —lo
conminó, como si quisiera terminar luego con el asunto.
—Usted no conoce a su hermano —siguió
diciendo Alonso como si no lo hubiera escuchado—. Él blanqueaba dinero en el
Banco Estatal…
—Eso ya lo sé —dijo Martín
preparando la pistola.
—No era sólo eso, Martín; usted
no lo sabe…
—Ah —sonrió Martín—, y usted sí
lo sabe.
—Lo sé porque yo también
investigué —dijo Alonso—. Tengo contactos en la cárcel y con traficantes de
Padre Valverde. Ellos me dijeron lo que estaba haciendo su hermano…
—Hasta nunca, abogado —se
despidió Martín poniéndole la pistola en la cabeza.
—¡¡Tano Moreno le estaba robando!!
—exclamó Alonso, cerrando los ojos y apretando los dientes.
Martín oprimió ligeramente el
gatillo, pero una fuerza extraña le impidió jalarlo hasta el final. Mantuvo la
posición por unos segundos, indeciso, hasta que la curiosidad pudo más. Golpeó
nuevamente a Alonso en la cabeza para disimular su debilidad.
—Le dije que no hablara mal de
mi familia, abogado.
Alonso sintió que un hilo de
sangre se deslizaba por su cara, pero al mismo tiempo advirtió que había
logrado con éxito llamar la atención del traficante.
—Investigué las cuentas
bancarias de su hermano —se apresuró a decir—. También tengo contactos en el
Banco Estatal, gente de confianza que hace favores por dinero; Tano tiene dos
cuentas con nombres falsos, no una sola como usted cree, y desde hace dos años
le paga a otro ejecutivo bancario para traspasar los fondos a la segunda
cuenta.
Martín Moreno se quedó mirando a
Alonso con el cejo fruncido, aunque su rostro evidenciaba un extraordinario desconcierto.
El germen de la duda se había clavado con energía en su cerebro.
—Tengo las pruebas —remató Alonso
luego de la pausa intencional.
Martín agitó ligeramente la
cabeza. Una extraña sensación empezó a apoderarse de su cuerpo, al tiempo que
su mente se sumergía en infinitas divagaciones. ¿Eran tan descabelladas las
acusaciones de ese abogado, o simplemente la confirmación de las sospechas que
tenía de su propio hermano y que se había negado a aceptar todo este tiempo?
Como sea, la respuesta parecía estar al alcance de su mano.
—¿Qué pruebas? —exigió saber el
traficante.
—Mi contacto en el banco
—respondió Alonso.
—¿Qué nombre?
—No puedo decirlo ahora.
Martín esbozó una sonrisa
irónica.
—Puedo preguntarle a Tano —dijo
encogiéndose de hombros—. El defensor está pagando su fianza ahora mismo y, después
que hable, usted no me servirá de nada.
—Esa no parece una buena idea —le
advirtió Alonso con planificado y osado descaro—; la policía está buscando a
los cómplices de Tano. Lo van a tener vigilado hasta el día de la audiencia de
juicio.
Martín volvió a desconcertarse y
se quedó en silencio. Su molestia por tener que afrontar tanto contratiempo,
uno tras otro, era notoria. Deslizó su mano pesadamente por el mentón mientras
parecía debatirse en cuestiones de vital trascendencia. Le dio la espalda a Alonso,
como si quisiera meditar sin testigos, hasta que, en una extraña actitud
semejante a la resignación, volvió otra vez con el abogado, que percibió de
inmediato aquella mutación en su semblante, esta vez más frío y oscuro que el
anterior.
—Bien.
Alonso asintió conforme, aún suspicaz.
Se puso de pie, miró a Martín por un instante y, acto seguido, levantó sus manos
atadas a la altura del pecho; el traficante hizo una seña a uno de sus hombres quien
de inmediato sacó una navaja y le cortó las amarras.
—Es un contacto poderoso —ratificó
Alonso, sobándose las muñecas—. Es confiable y tiene la cuenta de Tano a
resguardo. Le aseguro que vale más vivo que muerto —añadió por precaución.
Martín Moreno se mantenía
distraído. Claramente sus pensamientos estaban puestos en su siguiente paso,
aunque tuvo el impulso suficiente para finiquitar el asunto con Alonso.
—Usted y yo tenemos un trato,
abogado.
En el restaurante, Jaime Castaño
escuchó todo el relato y permaneció con una sensación de incredulidad. El hielo
se derretía en la bolsa sobre la mesa mientras Alonso apuraba su segundo vaso
de whisky.
—¿Eso es todo? —soltó Castaño
casi como un reclamo—. ¿Te dejó ir a cambio de un contacto en el banco?
—La cuenta de Tano Moreno tiene
varios millones. Le da a Martín un poco de respiro mientras se esconde de la
policía.
—No entiendo una cosa —siguió
diciendo Castaño con ese tono de inconformidad—. ¿Por qué confió en ti y no
esperó a hablar con su hermano?
—Ya te lo dije, contactarlo era
un riesgo.
—Pero Tano ya está libre,
¿verdad? Dijiste que su hermano pagó la fianza.
La mirada de Alonso se oscureció
rápidamente.
—Sí —contestó serio—. Ya lo
dejaron ir.
En efecto, esa misma mañana el
dinero para la fianza de Tano llegó a las manos de su abogado defensor. El
menor de los Moreno no había hablado aún con su hermano, pero sabía que tendría
que dar explicaciones por su descuido. Dos horas después de la audiencia de
formalización de cargos, se asomó ya libre por la puerta de la cárcel, lugar donde
lo esperaba uno de sus hombres de confianza.
—Tienes que llevarme con Martín
ahora, ¿me escuchaste? —le ordenó presuroso.
Fue en ese momento que vio de
soslayo una camioneta acercándose por el costado izquierdo de la calle; en un
primer momento creyó incluso que se trataba del vehículo dispuesto para su
transporte. Pero no alcanzó a dar un paso cuando se paralizó de súbito: del
lado del copiloto se asomó por la ventana una pistola que, al primer disparo,
le hizo estallar la cara y los sesos; su cabeza se dobló hacia atrás y luego
hacia adelante, inclinando su cuerpo, pero antes de caer recibió otros dos
impactos en el pecho y el estómago que lo impulsaron nuevamente contra la
puerta de la cárcel para luego terminar por desplomarse en el suelo, de costado
y con las rodillas dobladas hacia atrás. El acompañante de Tano, también
cómplice del crimen, subió raudo a la camioneta, que aceleró hasta perderse en
la esquina siguiente.
Jaime Castaño se llevó las manos
a la cabeza luego de escuchar la macabra noticia, a estas alturas ya preso del
terror.
—¡Carajo! —exclamó sollozante—.
¡El pendejo mató a su propio hermano!
—Dejó muy en claro que los
negocios son lo primero —comentó Alonso pensativo, para luego dar otro sorbo de
whisky.
—¿Y cómo sabes que no nos va a
matar a nosotros? —le preguntó Castaño con extrema impaciencia—. ¿Cómo estás
seguro de que va a respetar el trato que hiciste con él?
Alonso dejó el vaso vacío en la
mesa y se quedó en silencio por un instante.
—Hay un problema con eso —dijo
luego de cobrar ánimos.
—¿De qué estás hablando?
—preguntó Castaño expectante.
—Traté de persuadir a Martín
Moreno pero me fue imposible —le dijo el abogado con un hondo sentimiento de
afectación—. Vine aquí para anunciarte que ya no puedo protegerte —terminó de
decir bajando la mirada.
—¿De qué mierda estás hablando?
—preguntó Castaño evidentemente confundido.
Las puertas del restaurante se
abrieron y casi sigilosamente ingresaron los dos hombres de Martín Moreno, los
mismos que esa mañana pusieron a Alonso a su disposición. Castaño los vio
acercarse sin entender aún lo que estaba pasando.
—Sí, mira —dijo el abogado bastante
complicado—. El asunto es que —carraspeó—, el asunto es que el trato con Martín
Moreno sólo me incluye a mí.
—¿Qué? —balbuceó Castaño dándole
una mirada que empezaba poco a poco a comprender la gravedad de la situación,
hasta que, de pronto, su rostro se desencajó, cuando por fin terminó de unir
los cabos que, en cualquier otra circunstancia, no le habría costado trabajo relacionar.
Alonso se levantó de la mesa para
dar lugar a los nuevos acompañantes de Castaño, se abrochó el botón de la
chaqueta y, con la mirada esquiva, un tanto avergonzado, pero también temeroso,
se despidió de su ex cliente.
—Lo siento, Castaño.
Y dicho lo anterior, se retiró
de la mesa y salió por la puerta del restaurante, sabiendo de antemano que no
estaba ni cerca de sacudirse a Martín Moreno de encima. Por lo pronto, sólo
tenía claro que debía seguir caminando, y no mirar hacia atrás, ni siquiera por
un puto segundo.
FIN