sábado, 24 de marzo de 2018

Dónde Está Rubén Cruzat (Relato Policial)


¿DÓNDE ESTÁ RUBÉN CRUZAT?

Parte 1

El autobús había volcado de costado y se encontraba a unos doscientos metros fuera de la carretera, a la salida sur de la capital. Los paramédicos acababan de llegar y atendían a los heridos mientras la policía les prestaba ayuda, acordonaba el lugar e interrogaba a los pasajeros que resultaron ilesos en lo que, al parecer, fue un accidente por exceso de velocidad que costó tres vidas: el auxiliar del bus, que estrelló su cabeza contra el vidrio lateral; una anciana de ochenta años que no resistió un ataque cardíaco; y un hombre que fue a parar debajo del autobús, muerto por aplastamiento, de quien sólo se asomaban los pies sin zapatos. Su identidad aún no estaba confirmada, pero alguien que dijo ser su esposa llamó a la policía y concurrió al sitio del suceso tan pronto se enteró de la noticia por la radio. Llegó cuando bomberos recién preparaba la cortadora metálica, y aunque se esperaba una escena de histeria, aquella mujer, en sus cuarentas, delgada, rubia teñida, exceso de solárium y bien vestida, se asomó a mirar aquellos pies como quien inspecciona lechugas en un supermercado, para luego soltar con un dejo de desagrado:

—Éste no es mi marido.

—Es la única persona que falta por identificar —le dijo extrañado el detective Derek Ortiz.

—Oiga, ¿usted es idiota o se hace? ¡Este no es mi marido!

—¿Está segura de que viajaba en este autobús?

—¡Por supuesto que sí, pendejo!

Ortiz se mordió los labios y asintió con resignación.

La noticia fue confirmada. Los verdaderos familiares de aquel desgraciado se presentaron en el Instituto de Ciencias Forenses a reclamar el cadáver.

—¿Y quién mierda es la mujer que estaba en el sitio del suceso? —preguntó el fiscal Caravantes al detective en la oficina del Ministerio Público.

—Carmina Fabres. Y sigue preguntando dónde está su marido.

—El tipo nunca estuvo en el autobús, ¿cuál es su puto problema?

—Dice que ella misma lo llevó a la estación esta mañana y que lo vio subirse igual que todos los viernes; misma hora, mismo trayecto: Santiago-Valparaíso.

—Mire, detective —empezó a decir el fiscal, un tanto impaciente—, lo más probable es que tenga un serio problema de comunicación con su marido. Eso es todo.

—En cualquier caso, ya pasaron varias horas y el sujeto —revisó su libreta—, Rubén Cruzat, sigue con el celular apagado y no se ha comunicado. Su esposa se está contactando con familiares, amigos y colegas del trabajo.

—Ya va a aparecer, no se preocupe —terminó de decir el fiscal con displicencia.

Al día siguiente Rubén Cruzat continuaba desaparecido, pero la información que recabó su esposa resultó de lo más desconcertante: su marido trabajaba como administrador de sucursales en una tienda de vestuario y debía trasladarse a Valparaíso todos los fines de semana. La sorpresa para la mujer llegó cuando le informaron en la empresa que, desde hacía ya tres meses, el hombre había sido reasignado nuevamente a Santiago, y que, desde entonces, su trabajo no incluía las sucursales de Valparaíso.

—Guau —soltó irónico el fiscal en su oficina—. ¿Así que el hijo de puta siguió diciéndole a su mujer que viajaba a Valparaíso por trabajo?

—Si ella lo vio subirse al autobús —observó el detective Ortiz—, me queda claro que Rubén Cruzat debió bajarse en algún punto entre la salida de la estación y el límite sur de Santiago. No quiero sacar conclusiones, pero…

—Apuesto a que su esposa ya lo hizo —dijo el fiscal con una sonrisa.

—Presentó una denuncia por presunta desgracia.

—La desgracia va a caer sobre ese tipo cuando su mujer lo encuentre —siguió burlándose el fiscal—. Mientras tanto ella va a cuidar las apariencias.

—¿Va a pasar el asunto a Ubicación de Personas?

—No me ve tirándome las pelotas aquí, ¿o sí, Ortiz? —le dijo el fiscal, mostrándole el cúmulo de carpetas sobre su escritorio—. Si alguien quiere una orden de investigar, tendrá que esperar al menos un par de días. Mientras tanto haga lo que pueda.

viernes, 23 de marzo de 2018

NUESTROS AÑOS ROJO SANGRE


"Nuestros Años Rojo Sangre"

Drama. Thriller. Político. Terrorismo.

8 Episodios

"La lucha armada contra Pinochet... y la respuesta armada"

martes, 20 de marzo de 2018

Incidente En Bahía Desolada (Relato, Crimen)



INCIDENTE EN BAHÍA DESOLADA
Por Edgard Pallauta


Encontraron la embarcación a la deriva, a unas diez millas de la costa. De su dueño sólo quedaron restos de sangre y sesos en el borde de la proa que de inmediato hicieron festinar a la radio local con un crimen espeluznante, aunque era de suponer que en un lugar aburrido como ese la gente se prestara para toda clase de suposiciones extraordinarias, tan solo para salir de la rutina.
El mar fue generoso con el desgraciado y lo arrojó a la playa un par de días después de su desaparición. El agujero en medio de su cara terminó por convencer a casi todos de que se trató de una ejecución despiadada; una escopeta, de seguro, a juzgar por el tamaño de la herida y porque no era tan difícil conseguir una en la zona. ¿La motivación? No era novedad para nadie la constante pugna entre pescadores por las paupérrimas cuotas de captura que asignaba la autoridad, cada vez menores.
En esa caleta perdida al sur del mundo, en un lugar de poco acceso y que los mapas apuntaban como “Bahía Desolada” en letras microscópicas, la fiscalía naval manifestó casi de inmediato un nulo interés, pero de todas formas dispuso las debidas diligencias a cargo de la policía local. El oficio aconsejaba de manera sutil una rápida investigación y el pronto cierre del expediente.
Pero hubo un efecto que pasó desapercibido, y fue esa sensación general de angustia que invadió a los habitantes de la bahía. No era el hecho de morir uno de los suyos, sino contemplar el síntoma de la decadencia, un estilo de vida arrasado por la imbatible presencia de la industria; la muerte lenta e inevitable, la certeza de que el recuerdo moriría con ellos. Los hijos se marchaban apenas podían, sin el mínimo interés por regresar.
Salvatierra, un oficial joven con el cargo de subteniente, era quien estaba a cargo de las indagaciones en terreno. Habló con la viuda, colegas, y conocidos cercanos. Muy pocos, a decir verdad, pero esta vez los comentarios  sobre el difunto distaron del tono lastimoso que hubo en la discreta y breve ceremonia fúnebre, y revelaron a un bastardo malas pulgas, quejumbroso y resentido, no una gran pérdida para la comunidad, ni siquiera para su esposa, a quien golpeaba de vez en cuando para apaciguar sus frustraciones e inseguridades. De seguro una tumba que todos olvidarían muy pronto.
Pese a todas las historias que empezaron a tejerse en torno al posible asesino, no se descartó el suicidio. Si bien la situación precaria del finado no distaba mucho del resto de sus colegas, había que considerar que las deudas le apremiaban y hace una semana le habían notificado del inminente embargo de los muebles de su casa. Además, había anunciado a algunos de sus cercanos que planeaba vender su embarcación artesanal con motor, lo que, a fin de cuentas, significaba que dejaría de hacer lo único que había hecho toda su vida para sobrevivir. El subteniente explicó que una de las hipótesis era que él mismo se hubiese puesto la escopeta en la cara, al borde del bote, y que tanto el cuerpo como el arma habrían caído al mar, aunque, claro, la Armada no gastaría recursos para sumergirse un kilómetro al fondo intentando hallar un minúsculo pedazo de metal. Olvídenlo.
Se supo que el finado había estado bebiendo y maldiciendo su suerte la noche anterior a su desaparición por la mala pesca de la jornada. El plazo que tenía asignado para extracción había expirado, pero eso no le impidió que se lanzara al mar nuevamente, lo que podría haberle acarreado una severa sanción. De haber regresado vivo, claro. También se sabía que el número de embarcaciones que salió ese mismo día del incidente era limitado, por lo que se interrogó a los otros tres grupos de pescadores que pudieron haber visto a su colega en la madrugada, previo al momento de su muerte. De lo relevante de las declaraciones, uno de aquellos reveló haber denunciado vía radial la presencia de una embarcación no autorizada, distinta a la del fallecido, y que por sus características se trataría de una embarcación ajena a las registradas en la bahía.
Así las cosas, el subteniente no tuvo más remedio que dar cuenta a la fiscalía naval para que despachara el oficio pertinente a las provincias aledañas.
—Y eso, ¿para qué? —preguntó con algo de sequedad el fiscal naval al otro lado de la línea telefónica.
—Era otra embarcación no autorizada cerca del lugar de los hechos —contestó Salvatierra algo extrañado por la pregunta.
Hubo una pausa en la comunicación pero el oficial alcanzó a escuchar un respiro hondo.
—¿Qué parte de cerrar el expediente no entendió, oficial? —dijo luego el fiscal naval.
—Usted me dijo que lo llamara si necesitaba algo.
—Quiere que envíe un oficio que va a demorar meses en tramitarse. Usted lo sabe, ¿cierto?
—Es probable, pero usted me dijo…
—Tiene un puto teléfono en las manos —lo interrumpió el fiscal, ya cabreado desde antes—. Haga las putas llamadas que tenga que hacer para averiguarlo. La fiscalía no puede ponerse a cagar oficios cada vez que se le antoje a la policía.
Fue lo último que escuchó Salvatierra y la llamada se terminó.
—Puta madre —murmuró.
***
—Disculpe, ¿quién es usted? —terminó por preguntar el viejo pescador al extraño tipo que acababa de acercársele con aire amistoso aquella mañana en la playa, mientras revisaba su embarcación, y luego de percibir que sus comentarios sin sentido guardaban segundas intenciones.
El hombre en cuestión vestía ropa casual de marca y unos lentes de sol pensados para la ocasión, aunque esa exagerada pulcritud le restaba naturalidad.
—Eso no tiene importancia —contestó adquiriendo ahora un semblante más serio—. Lo que sí es importante es lo que vine a hacer por usted.
El viejo lo miró expectante, más confundido que interesado.
—Hace diez años —comenzó a decir el hombre mientras su mirada abarcaba el horizonte marino— a lo largo de toda esta pequeña zona costera, había más de doscientas embarcaciones, pequeñas y medianas, trabajando a tiempo completo. —Lo miró—. De seguro usted se acuerda. —Se alejó un poco, como si disertara con el mar de fondo—. Fishing and Company compró la mayoría de las cuotas pesqueras, a un excelente precio, por sobre el mercado; y no sólo eso, porque muchos de los pescadores, marisqueros y algueros terminaron trabajando para la empresa, con un sueldo justo, además de capacitaciones, diplomados, becas y otros beneficios para todas sus familias.
El viejo suspiró con algo de hartazgo. Ya lo sabía. El hombre, en tanto, se dio una pausa para contemplar el paisaje a su alrededor, asintiendo con admiración.
—Pero entiendo que todavía haya gente que se aferre a este lugar. —Volteó para mirarlo con una ligera sonrisa—. Yo prefiero el Caribe, pero es cuestión de gustos. —Y súbitamente cambió de tono, volviendo a los negocios—. El asunto es que la compañía tiene planes para este sector; un plan gigantesco que cubre esta caleta, la bahía, la provincia, la región, y más allá todavía. —Suspiró—. El sindicato de pescadores está presionando a la Gobernación. No es que el proyecto vaya a dar pie atrás, pero hay plazos que se tienen que cumplir y ya se sabe que esa gente puede ser un dolor en el culo.
—Así que viene de parte de la compañía —le interrumpió finalmente el viejo, queriendo aclararlo todo de una vez.
—Eso quisiera yo —sonrió aquel hombre—, pero Fishing and Company es tan grande que no necesita comprometer su nombre. Hay una cadena infinita de empleados sin relación formal con la empresa que realizan todo tipo de funciones, y entre ellos me encuentro yo. A veces ni siquiera sé quién es mi jefe directo, pero entiendo cuál es el propósito.
—Sí, yo también —murmuró el viejo.
—Yo no califico las órdenes que recibo, y no participo en la toma de decisiones que provienen de personas que tampoco tienen relación directa con la empresa. Como le dije, soy una parte muy insignificante en una cadena de mando sin fin.
—Por qué no me dice, de una vez por todas, qué mierda vino a hacer a este lugar —soltó el viejo, ya alterado.
El hombre no se inmutó para contestar.
—Hace unos días me informaron que la policía investigaba a cierta embarcación que divisaron cerca de un hecho de sangre ocurrido hace algunas semanas.
El viejo no le dejaba de mirar con la vista entrecerrada, a la defensiva, siempre desconfiado.
—Apuesto que también le dijeron que fui yo el que hizo la declaración —dijo, adelantándose a sus intenciones.
El hombre arqueó los labios con indiferencia.
—El asunto es que esa embarcación reviste cierta importancia para algunas personas, que van a comenzar a inquietarse si la investigación empieza a trepar por esa cadena de mando que acabo de comentarle, ¿me comprende?...
Finalmente el viejo unió los cabos.
—Así que —continuó aquel— me pidieron intervenir y solicitarle a usted, con la mayor deferencia, que retirara su declaración, o al menos, manifestara dudas que impidan aclarar estos hechos tan… incómodos.
—Era un pobre diablo —le recriminó el viejo—. ¿Por qué lo mataron?
El hombre lo miró con extrañeza, y luego agitó la cabeza en señal de negación.
—Son decisiones impersonales —trató de explicar—; pero, de alguna forma, provocan un remezón en la conciencia; funcionan como un mensaje que invita a la gente a reflexionar sobre el futuro y dejar atrás el pasado. Lo que pasó a ese pobre infeliz le pasó antes a otros, más al norte, y está pasando ahora, más al sur. —Su mirada se volvió un tanto sombría—. Hay gente muy poderosa que ha llegado para quedarse, que sabe cómo explotar esta zona, y contra esa gente no hay pescador, sindicato, gobernación ni gobierno que no termine cediendo a sus propósitos.
A continuación sacó un grueso sobre de su chaqueta, de contenido significativo.
—No es necesario condenar a su familia a morir en este lugar. Llévesela de aquí, al mejor lugar que pueda pagar.
Le extendió el sobre al viejo, quien se quedó mirándolo por un instante. Lo primero que pensó este pescador fue reaccionar con furia, con una falsa sensación de ofensa intolerable. Pero lo cierto es que, después de tantos años de humillaciones y miserias, su orgullo se había desvanecido, casi al punto de desaparecer. En contra de lo que él mismo se hubiese imaginado, su corazón se reveló temeroso, intimidado… y un tanto interesado. Tal vez toda aquella vida que soportó estoico no fue más que resignación, y ahora que contemplaba aquel sobre, su alma se inflaba de una emoción indescriptible, cálida, ambiciosa, casi maligna.
Sin una sola expresión en su rostro, el viejo recibió el sobre en sus manos, y aquel hombre, que vino de quién sabe dónde, asintió con conformidad:
—No puedo hablar a nombre de la compañía, pero sé que va con sus mejores deseos.
Hizo un ligero saludo a modo de despedida y se alejó. El viejo no le perdió de vista por un buen rato, mientras se aferraba a aquel sobre con mano tensa y temblorosa.

FiN

PINOCHET - RISING


Título: Pinochet - Rising

Miniserie - Drama - 4 Episodios

"Los primeros años del hombre que cambió la historia de Chile"


sábado, 10 de marzo de 2018

La Mercancía (Relato Policial)




 “No concibo un futuro donde el hombre pueda ser reproducido como un mueble. Es aberrante; es estúpido, y cada vez que lo escucho me parece más estúpido que la vez anterior. Somos sentimientos, recuerdos, cicatrices. Eso… es un ser humano.”

Parte 1

El informe del día de los hechos consignaba un viejo Opel Manta estrellado contra un árbol seco que sirvió de perfecto combustible para que las llamas lo consumieran por completo. A diez metros del lugar, en una zanja de un par de metros, se encontró el cuerpo de una joven aún sin identificar, caucásica, de veintitrés años máximo, que fue trasladada al hospital en estado agonizante. La perito forense Teresa Córdoba escaneó el lugar con una luz fosforescente que generaba en una pantalla portátil el terreno digitalizado con los detalles del relieve: se apreciaban las líneas de arrastre de la chica, desde el auto hasta la zanja, pero al borde del desnivel había una pequeña depresión circular de unos veinte centímetros de diámetro.

—Es la parte de un rostro humano —reveló el fiscal Caravantes al comisario Diego Ferrara en ese mismo lugar—: masculino.

En la imagen digital se podía distinguir una mejilla, una oreja y cabello.

—Sea quien haya sido —dijo el fiscal—, tomó a la joven en este lugar, pero tropezó y golpeó la cara en el suelo; volvió a levantarse y la arrojó a la zanja.

El trabajo del comisario y Derek Ortiz, su detective de confianza, sería descubrir quién era ese sujeto. Se advirtió a los hospitales y consultorios de urgencia, se estaban empadronando los lugares habitados más cercanos, se revisarían las cámaras de seguridad y se consultarían los antecedentes del auto. En tanto, Teresa Córdoba se comprometió a refinar los detalles del escáner para obtener una identificación más precisa de aquel rostro impreso en el suelo.

En el hospital el estado de la chica era penoso. Tenía la cara hinchada por hematomas y cortes profundos, llena de vendajes, y de su cuerpo salían mangueras que se conectaban a varios aparatos; había una estructura sobre su cuerpo de la cual emanaba un conducto metálico que se conectaba con su cuello. Los cuidados estaban a cargo del doctor Malebrán, y fue él mismo quien les informó a Ferrara y Ortiz del sorpresivo hallazgo: herida corto penetrante a la altura del tórax, no atribuible al impacto. Se envió un escáner de la lesión al laboratorio para precisar el tipo de arma blanca.

—Estaban discutiendo y él la apuñala —especuló Ortiz hablándole a Ferrara en el pasillo junto a la habitación—. Luego pierde el control y se produce el accidente.

—Esa herida en particular podría ser un poco más antigua que las causadas por el impacto del auto —le advirtió el doctor—. Tal vez un par de horas antes.

—La apuñaló en la ciudad y luego fue a deshacerse del cuerpo —se aventuró a decir el comisario con esa nueva información.

—Y el sospechoso pensó que podría ocultar el crimen si la chica se quemaba allí adentro —agregó Ortiz—. Estrelló el auto y le prendió fuego.

—¿Agresión sexual? —mencionó de súbito el comisario, mirando al doctor.

—Negativo.

La pérdida de sangre impedía una operación y se presentaba además una dificultad respiratoria aguda. Pero era en este punto donde intervenía cierta clase de prodigio: aquel tubo que se conectaba al cuello de la joven se encargaba de construir en su interior una tablilla en tres dimensiones alrededor de la tráquea para evitar que se bloqueara. El siguiente paso era crear un espacio para permitirle a sus pulmones expandirse con normalidad, a través de un soporte hecho también a medida. Todas las partes se imprimían con policaprolactona, un material biodegradable que terminaría absorbido por el cuerpo dentro de un año de forma natural.

—Sorprendente —soltó Ortiz, bastante impresionado. Luego tuvo una idea—. ¿Cree que algún día puedan reproducir a un ser humano con ese material?

—La tecnología no tiene límites, detective —dijo el doctor.

—Qué estupidez —soltó de pronto el comisario Ferrara, con la mirada pensativa.

—¿Perdón?

—Dije que es una estupidez —repitió molesto.

El doctor lo miró por un instante, tratando de interpretar aquella agresividad. Cuando lo comprendió finalmente, esbozó una sonrisa amistosa.

—Bueno, sólo estamos especulando. Lo importante es que esta tecnología trabaja para salvarle la vida a la joven.

Ferrara se quedó con esa mirada extraña, pero acto seguido se despidió del doctor asintiendo con la cabeza y se alejó raudo por el pasillo. Ortiz se quedó un instante allí y abogó por su colega.

—Ha estado así todo el último año.

—Ya lo sé.

jueves, 8 de marzo de 2018

Mal Paso, Abogado

No fue una buena relación abogado-cliente desde el principio; de otra forma, Alonso Rivas no se habría encontrado fuera de ese restaurante, con su traje formal desarreglado y con magulladuras en la cara, maldiciendo cada segundo del momento en que conoció a su cliente Jaime Castaño, pero, por sobre todo, a los peligrosos hermanos Moreno.

Pero ya no había vuelta atrás, y salvar el pellejo era lo primero, así que respiró hondo, se miró en el reflejo de la ventana del frontis, se arregló el cabello y luego la corbata, hizo un pequeño gesto dubitativo pero finalmente el temor lo sobrepasó y decidió ingresar.

El lugar estaba vacío, excepto por la mesa cerca de la barra donde lo esperaba Castaño, sudoroso y ansioso al punto de la desesperación, que había permanecido escondido los últimos días esperando la llamada de su abogado. Al verlo entrar se levantó de un brinco de la silla, mientras Alonso hacía un gesto al mesero que se acercó en seguida.

—Un whisky seco y una bolsa con hielo —le pidió antes de sentarse a la mesa. El mesero se alejó raudo mientras Castaño volvía a su lugar con el mismo semblante de preocupación del principio.

—¿Qué te pasó? —preguntó éste con asombro al ver la cara maltratada de Alonso.

—Es lo que pasa cuando te metes con un traficante como Martín Moreno —respondió el letrado de mala gana.

—Alonso, escúchame —trató de explicar Castaño—, yo no tuve la culpa. ¿Cómo iba a saber que mi contraparte era el hermano de Martín Moreno? ¿Cómo iba a saber que hacía negocios con un par de traficantes? ¡Era un simple contrato de asesoría!

El mesero llegó con el whisky y la bolsa con hielo. Alonso dio un par de sorbos grandes al vaso hasta dejarlo vacío y luego, con una mueca de dolor, se colocó la bolsa en la mitad derecha del rostro, inclinando la cabeza hacia atrás.

—Los hermanitos Moreno —musitó luego de un instante, como pensando en voz alta—. Soy el abogado con peor suerte del mundo.

Martín y Tano Moreno se habían iniciado como traficantes del montón en el sector de Padre Valverde de Santiago, pero lentamente empezaron a surgir en el mundo de la droga. Probablemente habrían terminado en la cárcel como cualquier delincuente al ser descubiertos gastando el dinero que no habían ganado legalmente, pero hace unos diez años heredaron un terreno perdido en el sur de Chile, y Martín, el mayor y más listo de los dos, tuvo la ocurrencia de dividirlo en varios lotes individuales con el propósito de simular arriendos y ganancias por concepto de pago de rentas anuales.

El negocio ilícito creció y los hermanos compraron casas y departamentos en varias comunas de la capital aplicando el mismo modus operandi, pero cuando la estrategia de los arriendos se hizo insuficiente para respaldar los gastos, se vieron en la necesidad de crear distintas sociedades de fachada que empezaron a facturar servicios inexistentes a clientes cómplices y ficticios. En la parte que tocó a Tano Moreno se encontraba la empresa TaN de Gestión Inmobiliaria, la que, para no levantar más sospechas y por orden su hermano, contrataría profesionales de medio tiempo que, de vez en cuando, prestarían asesoría a algún cliente real. El problema fue que Tano nunca se lo tomó muy en serio, más preocupado de los automóviles de lujo, las mujeres, los viajes y gastarse los millones que generaba el tráfico de droga; eso hasta que finalmente uno de sus clientes, un tal Jaime Castaño, inconforme con las ganancias obtenidas a través de su aporte de inversión, demandó a la empresa por incumplimiento de contrato, haciéndose representar por su abogado Alonso Rivas.

La que en principio parecía una demanda civil sin importancia, no tardó en llegar a los oídos del Servicio de Impuestos Internos que, luego de algunas indagaciones, sospechó de un posible fraude y falsificación de documentos. Al enterarse de aquello, Alonso tuvo de inmediato un mal presentimiento así que le encargó a su ayudante Yobani Peña realizar una investigación paralela que incluyera a sus contactos más peligrosos. Pero ya era demasiado tarde.

—Tengo el informe de Tano Moreno que me encargaste —le comunicó Yobani con extraño nerviosismo—. No te va a gustar.

—Mierda —masculló Alonso.

—Tienes que salirte de ese caso ahora mismo.

—¿Qué averiguaste?

Poco después el Ministerio Público hizo su aparición y echó mano a Tano Moreno como la cara visible de la empresa de fachada. En la primera audiencia el fiscal anunciaría una investigación rigurosa y pediría la prisión preventiva del imputado.

Martín Moreno reaccionó furioso al enterarse de la detención de su hermano menor; no por la desgracia familiar, sino por la obligación de tener que adoptar medidas de resguardo extremas, como paralizar sus negocios por completo, disolver algunas sociedades y tener que ocultarse él mismo por un tiempo indeterminado, y si bien se habían asegurado de no ser conectados entre sí en el evento de alguna investigación, esto era claramente la confirmación de sus aprensiones sobre la desprolijidad e irresponsabilidad de su hermano. De todas formas, y casi como un deber moral, Martín se dio maña para mover sus piezas y buscar a los otros responsables del percance: el tipo que demandó a Tano, Jaime Castaño, y su abogado, que fue el primero en caer.

Alonso Rivas ya había presentado la renuncia al patrocinio de su cliente y pensaba desaparecer lo antes posible, pero sus planes se frustraron cuando dos hombres irrumpieron temprano por la mañana en su departamento, lo redujeron a golpes de puño y patadas y se lo llevaron.

Cuando empezó a recobrar la conciencia se percató de que tenía las manos atadas por delante y que lo conducían con los pies a rastras a través de un pasillo poco iluminado hasta el interior de una oficina igualmente oscura. Sentía un molesto dolor en el ojo derecho. Lo dejaron caer de rodillas y manos en el centro de la habitación, y cuando alzó la vista se encontró frente a sí con el semblante de un sujeto en tenida semiformal que lo observaba atento, a la espera de que tuviera fuerzas para confrontarlo. Alonso no lo conocía pero intuyó de inmediato que se trataba de Martín Moreno, y, a consecuencia de ello, empezó a hacerse a la idea de que era muy poco probable que pudiera salir vivo de allí.

—¿Sabe quién soy, abogado? —preguntó Martín encendiendo un cigarrillo, con aire despreocupado pero fingido.

Alonso miró a su alrededor antes de volver con él y asentir con la cabeza.

—Bueno, yo también lo conozco —añadió el hermano mayor de Tano—. Es gracias a usted que esta oficina está vacía. Supongo que también lo sabe.

—Martín… —se apresuró a decir Alonso tratando de levantarse, pero de inmediato uno de los dos tipos que lo flanqueaban se lo impidió—. Martín escúcheme —reanudó—, yo no tuve nada que ver con la detención de su hermano…

—Su nombre estaba en el escrito de demanda, y ya dejémonos de juegos —sentenció el otro un tanto harto—. Voy a perder mucho dinero y alguien tiene que pagar, así que me va decir ahora mismo dónde se encuentra ese hijo de puta que tiene por cliente.

—Martín —insistió nervioso el abogado—. Castaño es un pobre diablo igual que yo. No sabíamos nada antes de demandar a Tano, se lo juro. Era una demanda por incumplimiento de contrato…

—¿Y cómo se explica que Impuestos Internos y la fiscalía hayan metido sus narices al poco tiempo? —inquirió Martín—. Fue usted el que lo delató. Usted o su cliente, eso ya no me interesa.

Alonso negó con la cabeza, cada vez más nervioso, mientras su interlocutor, con toda tranquilidad, y sosteniendo el cigarrillo en los labios, sacaba una pistola de su espalda baja y revisaba el cargador.

—Martín, escúcheme, por favor —imploró el abogado haciendo un supremo esfuerzo por hilvanar sus ideas y atreverse a decir lo que quería—. Fue su hermano el que cometió los errores, no yo. Era cuestión de investigarlo un poco y tarde o temprano lo iban a descubrir…

Sus palabras se vieron interrumpidas violentamente cuando Martín le golpeó la cabeza con el mango de la pistola.

—No hables así de mi familia, imbécil —le reprendió el traficante, siempre manteniendo el control y dando luego una pitada al cigarrillo.

—No le estoy mintiendo, Martín —dijo Alonso, que tuvo que aguantarse el dolor de la cabeza para seguir hablando—. Escúcheme, fue demasiado fácil hacerlo caer. Si usted me deja, puedo decirle lo que encontré.

—Sólo me interesa saber dónde está ese Jaime Castaño —insistió Martín—. ¿Va a decírmelo ahora o no? —lo conminó, como si quisiera terminar luego con el asunto.

—Usted no conoce a su hermano —siguió diciendo Alonso como si no lo hubiera escuchado—. Él blanqueaba dinero en el Banco Estatal…

—Eso ya lo sé —dijo Martín preparando la pistola.

—No era sólo eso, Martín; usted no lo sabe…

—Ah —sonrió Martín—, y usted sí lo sabe.

—Lo sé porque yo también investigué —dijo Alonso—. Tengo contactos en la cárcel y con traficantes de Padre Valverde. Ellos me dijeron lo que estaba haciendo su hermano…

—Hasta nunca, abogado —se despidió Martín poniéndole la pistola en la cabeza.

—¡¡Tano Moreno le estaba robando!! —exclamó Alonso, cerrando los ojos y apretando los dientes.

Martín oprimió ligeramente el gatillo, pero una fuerza extraña le impidió jalarlo hasta el final. Mantuvo la posición por unos segundos, indeciso, hasta que la curiosidad pudo más. Golpeó nuevamente a Alonso en la cabeza para disimular su debilidad.

—Le dije que no hablara mal de mi familia, abogado.

Alonso sintió que un hilo de sangre se deslizaba por su cara, pero al mismo tiempo advirtió que había logrado con éxito llamar la atención del traficante.

—Investigué las cuentas bancarias de su hermano —se apresuró a decir—. También tengo contactos en el Banco Estatal, gente de confianza que hace favores por dinero; Tano tiene dos cuentas con nombres falsos, no una sola como usted cree, y desde hace dos años le paga a otro ejecutivo bancario para traspasar los fondos a la segunda cuenta.

Martín Moreno se quedó mirando a Alonso con el cejo fruncido, aunque su rostro evidenciaba un extraordinario desconcierto. El germen de la duda se había clavado con energía en su cerebro.

—Tengo las pruebas —remató Alonso luego de la pausa intencional.

Martín agitó ligeramente la cabeza. Una extraña sensación empezó a apoderarse de su cuerpo, al tiempo que su mente se sumergía en infinitas divagaciones. ¿Eran tan descabelladas las acusaciones de ese abogado, o simplemente la confirmación de las sospechas que tenía de su propio hermano y que se había negado a aceptar todo este tiempo? Como sea, la respuesta parecía estar al alcance de su mano.

—¿Qué pruebas? —exigió saber el traficante.

—Mi contacto en el banco —respondió Alonso.

—¿Qué nombre?

—No puedo decirlo ahora.

Martín esbozó una sonrisa irónica.

—Puedo preguntarle a Tano —dijo encogiéndose de hombros—. El defensor está pagando su fianza ahora mismo y, después que hable, usted no me servirá de nada.

—Esa no parece una buena idea —le advirtió Alonso con planificado y osado descaro—; la policía está buscando a los cómplices de Tano. Lo van a tener vigilado hasta el día de la audiencia de juicio.

Martín volvió a desconcertarse y se quedó en silencio. Su molestia por tener que afrontar tanto contratiempo, uno tras otro, era notoria. Deslizó su mano pesadamente por el mentón mientras parecía debatirse en cuestiones de vital trascendencia. Le dio la espalda a Alonso, como si quisiera meditar sin testigos, hasta que, en una extraña actitud semejante a la resignación, volvió otra vez con el abogado, que percibió de inmediato aquella mutación en su semblante, esta vez más frío y oscuro que el anterior.

—Bien.

Alonso asintió conforme, aún suspicaz. Se puso de pie, miró a Martín por un instante y, acto seguido, levantó sus manos atadas a la altura del pecho; el traficante hizo una seña a uno de sus hombres quien de inmediato sacó una navaja y le cortó las amarras.

—Es un contacto poderoso —ratificó Alonso, sobándose las muñecas—. Es confiable y tiene la cuenta de Tano a resguardo. Le aseguro que vale más vivo que muerto —añadió por precaución.

Martín Moreno se mantenía distraído. Claramente sus pensamientos estaban puestos en su siguiente paso, aunque tuvo el impulso suficiente para finiquitar el asunto con Alonso.

—Usted y yo tenemos un trato, abogado.

En el restaurante, Jaime Castaño escuchó todo el relato y permaneció con una sensación de incredulidad. El hielo se derretía en la bolsa sobre la mesa mientras Alonso apuraba su segundo vaso de whisky.

—¿Eso es todo? —soltó Castaño casi como un reclamo—. ¿Te dejó ir a cambio de un contacto en el banco?

—La cuenta de Tano Moreno tiene varios millones. Le da a Martín un poco de respiro mientras se esconde de la policía.

—No entiendo una cosa —siguió diciendo Castaño con ese tono de inconformidad—. ¿Por qué confió en ti y no esperó a hablar con su hermano?

—Ya te lo dije, contactarlo era un riesgo.

—Pero Tano ya está libre, ¿verdad? Dijiste que su hermano pagó la fianza.

La mirada de Alonso se oscureció rápidamente.

—Sí —contestó serio—. Ya lo dejaron ir.

En efecto, esa misma mañana el dinero para la fianza de Tano llegó a las manos de su abogado defensor. El menor de los Moreno no había hablado aún con su hermano, pero sabía que tendría que dar explicaciones por su descuido. Dos horas después de la audiencia de formalización de cargos, se asomó ya libre por la puerta de la cárcel, lugar donde lo esperaba uno de sus hombres de confianza.

—Tienes que llevarme con Martín ahora, ¿me escuchaste? —le ordenó presuroso.

Fue en ese momento que vio de soslayo una camioneta acercándose por el costado izquierdo de la calle; en un primer momento creyó incluso que se trataba del vehículo dispuesto para su transporte. Pero no alcanzó a dar un paso cuando se paralizó de súbito: del lado del copiloto se asomó por la ventana una pistola que, al primer disparo, le hizo estallar la cara y los sesos; su cabeza se dobló hacia atrás y luego hacia adelante, inclinando su cuerpo, pero antes de caer recibió otros dos impactos en el pecho y el estómago que lo impulsaron nuevamente contra la puerta de la cárcel para luego terminar por desplomarse en el suelo, de costado y con las rodillas dobladas hacia atrás. El acompañante de Tano, también cómplice del crimen, subió raudo a la camioneta, que aceleró hasta perderse en la esquina siguiente.

Jaime Castaño se llevó las manos a la cabeza luego de escuchar la macabra noticia, a estas alturas ya preso del terror.

—¡Carajo! —exclamó sollozante—. ¡El pendejo mató a su propio hermano!

—Dejó muy en claro que los negocios son lo primero —comentó Alonso pensativo, para luego dar otro sorbo de whisky.

—¿Y cómo sabes que no nos va a matar a nosotros? —le preguntó Castaño con extrema impaciencia—. ¿Cómo estás seguro de que va a respetar el trato que hiciste con él?

Alonso dejó el vaso vacío en la mesa y se quedó en silencio por un instante.

—Hay un problema con eso —dijo luego de cobrar ánimos.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Castaño expectante.

—Traté de persuadir a Martín Moreno pero me fue imposible —le dijo el abogado con un hondo sentimiento de afectación—. Vine aquí para anunciarte que ya no puedo protegerte —terminó de decir bajando la mirada.

—¿De qué mierda estás hablando? —preguntó Castaño evidentemente confundido.

Las puertas del restaurante se abrieron y casi sigilosamente ingresaron los dos hombres de Martín Moreno, los mismos que esa mañana pusieron a Alonso a su disposición. Castaño los vio acercarse sin entender aún lo que estaba pasando.

—Sí, mira —dijo el abogado bastante complicado—. El asunto es que —carraspeó—, el asunto es que el trato con Martín Moreno sólo me incluye a mí.

—¿Qué? —balbuceó Castaño dándole una mirada que empezaba poco a poco a comprender la gravedad de la situación, hasta que, de pronto, su rostro se desencajó, cuando por fin terminó de unir los cabos que, en cualquier otra circunstancia, no le habría costado trabajo relacionar.

Alonso se levantó de la mesa para dar lugar a los nuevos acompañantes de Castaño, se abrochó el botón de la chaqueta y, con la mirada esquiva, un tanto avergonzado, pero también temeroso, se despidió de su ex cliente.

—Lo siento, Castaño.

Y dicho lo anterior, se retiró de la mesa y salió por la puerta del restaurante, sabiendo de antemano que no estaba ni cerca de sacudirse a Martín Moreno de encima. Por lo pronto, sólo tenía claro que debía seguir caminando, y no mirar hacia atrás, ni siquiera por un puto segundo.


FIN

Golpe de Suerte (Relato Legal)


—¿Pueden por favor los abogados acercarse al estrado? —solicitó el juez Opazo haciendo una seña mientras revisaba los antecedentes que tenía a la vista.

Inocencio Duarte y Carlo Viale se ubicaron al frente del gran mesón, cada uno con su respectiva carpeta. Se miraron con recelo.

—Es una demanda por medio millón de dólares —comentó el juez Opazo con la vista en los antecedentes que tenía a mano.

—Incluye daño moral, su señoría —se apresuró a aclarar el abogado Duarte.

—Los daños que sufrió la demandante fueron cubiertos en forma íntegra por la aseguradora —repuso el abogado Viale con seguridad—. La empresa siempre estuvo a la altura de la ley.

El abogado Duarte sacó con presteza unos papeles de su carpeta que dejó a disposición del juez.

—En el informe del médico psicólogo —dio a conocer— es posible confirmar un estado de angustia emocional y depresión severos —Y sacó más papeles que dejó en el mesón—. Esta es la lista de remedios con su respectiva receta.

—¿Cuál es su argumentación, abogado? —le preguntó el juez Opazo.

—Es una escalera antigua en un edificio antiguo —replicó de inmediato el abogado Duarte—. La caída de mi cliente era previsible en esas condiciones y la empresa no hizo nada por evitarlo. Puede que el daño físico esté cubierto, pero se niegan a responder por el daño moral que le provocó a mi cliente y por el cual exigimos que se le indemnice.

—A lo más fue una caída fortuita —contrapuso el abogado Viale—. No tuvo nada que ver el estado de la escalera.

—Una escalera que no se ajusta a los requerimientos legales. Es de mármol y altamente resbaladiza.

—Se mantiene limpia y seca todos los días.

—La ley exige el uso de antideslizantes que la escalera no tenía. —El abogado Duarte sacó más hojas de su carpeta con algunas fotografías adosadas y las dejó sobre el mesón. El juez Opazo les echó un vistazo de mala gana.

—¿La escalera tiene antideslizantes? —inquirió este al abogado Viale.

—Es antideslizante en sí, para ser más precisos, su señoría.

—El abogado de la empresa miente —acusó con descaro Inocencio Duarte.

—Quiero disculparme, su señoría —dijo el abogado Viale un poco hastiado—, por hacerle perder el tiempo en este asunto que no tiene ni siquiera un poco de seriedad —Sacó unos papeles y los puso sobre el mesón—. Obviamente mi colega no se dio el trabajo necesario para respaldar con más detalle sus pretensiones.

—¿De qué está hablando?  —soltó el abogado Duarte con una sonrisa desconfiada y frunciendo las cejas—. Es una escalera altamente peligrosa y se puede comprobar a simple vista en las fotografías.

El abogado Viale lo miró y decidió mandarlo al diablo en ese preciso instante.

—Entones dígame cuál es el coeficiente de fricción de la escalera.

—¿Perdón?

—Si usted dice que la escalera necesita antideslizante es porque su coeficiente de fricción es por lo menos riesgoso.

—¿Coeficiente de fricción? —intervino el juez Opazo.

—Es la fuerza necesaria para que dos cuerpos en contacto se deslicen en direcciones opuestas —aclaró el abogado Viale—. Mientras menos fuerza se necesite, más riesgosa es la superficie. La ley exige usar antideslizantes cuando el nivel de fricción para pisos mojados es igual o menor a 0,5. —Volvió con el abogado Duarte, cuyo rostro confundido revelaba ignorancia supina del tema—. Le pregunto ahora, ¿cuál es el coeficiente de fricción de la escalera?

Atrapado en esa inopia desagradable, el aludido no respondió. Se preguntaba si su contrincante estaba al tanto de aquello en la reunión previa que habían sostenido el día anterior, aunque tratándose de un abogado corporativo lo más probable era que no, pues uno de sus deberes era precisamente alejar a la empresa de los conflictos judiciales, a diferencia de un abogado particular como él, que podía facturar más si lograba hacer avanzar la demanda. El juez Opazo sintió que sus sospechas se habían confirmado y lanzó una mirada severa al abogado Duarte, que maldijo para sus adentros y oprimió los labios con fuerza. El abogado Viale, por su parte, lo miró también con cierto aire despectivo y luego se dirigió al magistrado:

—Su señoría, el departamento de prevención de riesgos de nuestra empresa mantiene un control estricto de nuestras instalaciones —Señaló las hojas que acababa de entregarle—. En ese informe se confirma que el coeficiente de fricción de la escalera es de 0,6, lo que significa que no necesita instalación de antideslizantes.

—¿Presentó usted algún documento que refute este informe, abogado? —preguntó el juez Opazo al abogado Duarte, que empezaba a acalorarse con rapidez, sintiendo que el barco se hundía sin remedio y que había llegado el momento de buscar una salida digna, mientras su cliente no paraba de moverse incómoda por la picazón del yeso, sin entender un carajo de lo que se hablaba en la sala.

—Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo —balbuceó el abogado demandante a modo de respuesta, acudiendo a la estrategia clásica del que se ve contra las cuerdas.

—No puede haber acuerdo si no hay controversia —dijo de inmediato el abogado Viale—. El daño físico fue cubierto por el seguro y no se cuestionaron las medidas de seguridad de la empresa, y no habiendo tampoco perjuicio reprochable, no hay ninguna obligación de reparar ese pretendido daño moral.

—Pero hay cuentas por pagar; remedios, el médico…

—Tome asiento, Viale —dispuso tajante el juez Opazo. El abogado de la empresa asintió y caminó a un escritorio cercano. A continuación, el magistrado le hizo una seña al abogado Duarte y éste se inclinó sobre el mesón hasta que ambos estuvieron lo suficientemente cerca para que nadie los escuchara.

—Estoy harto de sus casos de mierda, abogado —le espetó el juez sin ninguna consideración—. Si espera dar un golpe aquí, por qué no mejor se lo da en la cabeza y termina de hacerme perder el tiempo.

—Su señoría… —esbozó el letrado con una sonrisa lastimera, pero fue interrumpido de inmediato.

—Escúcheme bien, mediocre —le advirtió el juez entre dientes—, a la próxima que vuelva por mi tribunal rondando como un buitre, me voy a encargar personalmente de ponerlo en evidencia ante todo el tribunal y la Corte de Apelaciones como el abogaducho que es, ¿le quedó claro, mercachifle del carajo?

El abogado Duarte se quedó mirándolo por un instante, con la boca semiabierta, como si le costara procesar la humillación de que estaba siendo objeto. Cuando lo comprendió por fin, respiró hondo, asintió con vergüenza, tomó sus papeles y se largó de la sala sin siquiera despedirse. No quería evidenciar con aquello que su comportamiento hubiese experimentado alguna especie de redención; también sabía que no era esa la intención del juez al confrontarlo. Simplemente tendría cuidado de no volver a cruzarse con él en una próxima oportunidad.

Su cliente, en tanto, aún en la silla de ruedas, seguía sin entender qué estaba pasando.


FIN

Dónde Está Rubén Cruzat (Relato Policial)

¿DÓNDE ESTÁ RUBÉN CRUZAT? Parte 1 El autobús había volcado de costado y se encontraba a unos doscientos metros fuera de la carr...