sábado, 24 de marzo de 2018

Dónde Está Rubén Cruzat (Relato Policial)


¿DÓNDE ESTÁ RUBÉN CRUZAT?

Parte 1

El autobús había volcado de costado y se encontraba a unos doscientos metros fuera de la carretera, a la salida sur de la capital. Los paramédicos acababan de llegar y atendían a los heridos mientras la policía les prestaba ayuda, acordonaba el lugar e interrogaba a los pasajeros que resultaron ilesos en lo que, al parecer, fue un accidente por exceso de velocidad que costó tres vidas: el auxiliar del bus, que estrelló su cabeza contra el vidrio lateral; una anciana de ochenta años que no resistió un ataque cardíaco; y un hombre que fue a parar debajo del autobús, muerto por aplastamiento, de quien sólo se asomaban los pies sin zapatos. Su identidad aún no estaba confirmada, pero alguien que dijo ser su esposa llamó a la policía y concurrió al sitio del suceso tan pronto se enteró de la noticia por la radio. Llegó cuando bomberos recién preparaba la cortadora metálica, y aunque se esperaba una escena de histeria, aquella mujer, en sus cuarentas, delgada, rubia teñida, exceso de solárium y bien vestida, se asomó a mirar aquellos pies como quien inspecciona lechugas en un supermercado, para luego soltar con un dejo de desagrado:

—Éste no es mi marido.

—Es la única persona que falta por identificar —le dijo extrañado el detective Derek Ortiz.

—Oiga, ¿usted es idiota o se hace? ¡Este no es mi marido!

—¿Está segura de que viajaba en este autobús?

—¡Por supuesto que sí, pendejo!

Ortiz se mordió los labios y asintió con resignación.

La noticia fue confirmada. Los verdaderos familiares de aquel desgraciado se presentaron en el Instituto de Ciencias Forenses a reclamar el cadáver.

—¿Y quién mierda es la mujer que estaba en el sitio del suceso? —preguntó el fiscal Caravantes al detective en la oficina del Ministerio Público.

—Carmina Fabres. Y sigue preguntando dónde está su marido.

—El tipo nunca estuvo en el autobús, ¿cuál es su puto problema?

—Dice que ella misma lo llevó a la estación esta mañana y que lo vio subirse igual que todos los viernes; misma hora, mismo trayecto: Santiago-Valparaíso.

—Mire, detective —empezó a decir el fiscal, un tanto impaciente—, lo más probable es que tenga un serio problema de comunicación con su marido. Eso es todo.

—En cualquier caso, ya pasaron varias horas y el sujeto —revisó su libreta—, Rubén Cruzat, sigue con el celular apagado y no se ha comunicado. Su esposa se está contactando con familiares, amigos y colegas del trabajo.

—Ya va a aparecer, no se preocupe —terminó de decir el fiscal con displicencia.

Al día siguiente Rubén Cruzat continuaba desaparecido, pero la información que recabó su esposa resultó de lo más desconcertante: su marido trabajaba como administrador de sucursales en una tienda de vestuario y debía trasladarse a Valparaíso todos los fines de semana. La sorpresa para la mujer llegó cuando le informaron en la empresa que, desde hacía ya tres meses, el hombre había sido reasignado nuevamente a Santiago, y que, desde entonces, su trabajo no incluía las sucursales de Valparaíso.

—Guau —soltó irónico el fiscal en su oficina—. ¿Así que el hijo de puta siguió diciéndole a su mujer que viajaba a Valparaíso por trabajo?

—Si ella lo vio subirse al autobús —observó el detective Ortiz—, me queda claro que Rubén Cruzat debió bajarse en algún punto entre la salida de la estación y el límite sur de Santiago. No quiero sacar conclusiones, pero…

—Apuesto a que su esposa ya lo hizo —dijo el fiscal con una sonrisa.

—Presentó una denuncia por presunta desgracia.

—La desgracia va a caer sobre ese tipo cuando su mujer lo encuentre —siguió burlándose el fiscal—. Mientras tanto ella va a cuidar las apariencias.

—¿Va a pasar el asunto a Ubicación de Personas?

—No me ve tirándome las pelotas aquí, ¿o sí, Ortiz? —le dijo el fiscal, mostrándole el cúmulo de carpetas sobre su escritorio—. Si alguien quiere una orden de investigar, tendrá que esperar al menos un par de días. Mientras tanto haga lo que pueda.


Parte 2

El detective Ortiz estaba interesado en conocer más de Rubén Cruzat, y Carmina Fabres tenía una opinión ya formada de su esposo, incluyendo la arista por infidelidad.

—Es un pobre tipo, ¿sabe? —le comentó ella con desprecio algo fingido—. Mi marido. No tiene cojones para nada. Lo único que sabe hacer en días de semana es pasársela en bares de mala muerte y llegar a las nueve de la noche con un olor a alcohol insoportable. Es todo lo que ha hecho desde que nos casamos.

Sin embargo, era evidente que las sospechas apuntaban en otra dirección, y si alguien podía aclararlo eran sus colegas del trabajo que, lo más seguro, le habían ocultado a ella la información sensible.

—Es el tipo más aburrido que he conocido en mi vida —le confesó a Ortiz uno de los colegas cercanos a Cruzat en su oficina de la empresa—; pero una buena persona —agregó. Luego, como recordando algo, exhaló una sonrisa nasal—. Debí habérmelo imaginado —murmuró.

—¿A qué se refiere? —preguntó Ortiz que alcanzó a escucharlo.

—No estoy seguro. Nunca lo vi en malos pasos, pero hace como tres meses me preguntó si conocía un buen motel para llevar a su mujer. No le di mayor importancia, pero me lo pidió con tanta discreción que me pareció un poco extraño.

—Y supongo que usted le dio una buena recomendación.

—Soy el campeón de los almuerzos fríos —dijo aquel oficinista con orgullo.

Para tener acceso a las cámaras de seguridad del Motel Kalinda, Ortiz convenció al administrador de que así podía evitarse una molesta citación a la oficina del fiscal. Después de algunas horas de tediosa revisión de imágenes correspondientes a fines de semana, pudo detectar a Rubén Cruzat ingresando al recinto en su auto, en compañía de una mujer de pelo negro ondulado y anteojos oscuros.

—Con el accidente del autobús la infidelidad de Cruzat quedó al descubierto —dijo Ortiz en la oficina del fiscal Caravantes—, y lo peor de todo es que su mujer lo sabe.

—Y él está aquí, en Santiago, escondido en algún lugar con su amante —discurrió el fiscal asintiendo con malicia—, sabiendo que no hay coartada posible.

—Sí, pero hasta que no aparezca tengo que seguir indagando. ¿Despachó ya la orden para investigar?

La búsqueda oficial había comenzado y el detective fue ratificado en la investigación. Carmina Fabres despotricaba contra la policía por la tardanza, pero Ortiz se comprometió a agilizar los trámites, entre ellos, el registro de llamados de su esposo que a la larga no rindió frutos, así que la existencia de un segundo celular que debió haber ocultado fue la hipótesis más plausible.

Ortiz visitó también al conductor del autobús que se estaba recuperando en el hospital, quien lamentaba aún la pérdida de su auxiliar. Como no era usual tomar ni dejar pasajeros en el trayecto de salida, le fue más fácil recordar a Cruzat en una fotografía como aquel pasajero que le pidió descender del autobús esa mañana aduciendo un olvido impostergable. En diligencia posterior, la cámara de seguridad vial del sector detectó la pasada del autobús y la bajada de Cruzat en medio de un lugar que no revestía mayor interés, hasta que un taxi se estacionó a su costado y finalmente se lo llevó en dirección desconocida.

El número de patente impreso al costado del automóvil llevó al detective a la central de taxis metropolitana. En ese lugar el dueño del taxi le exhibió el registro de viajes que correspondía a la fecha y hora en que trasladó a un pasajero rumbo al poniente hasta la entrada de la población Padre Valverde, que es lo más lejos que llegan los taxis.

Ortiz sabía que era aquí donde comenzaba la parte complicada, y solicitó la ayuda de sus colegas Perdomo y Martel.

—Padre Valverde es un basural inmenso —comentó Perdomo con algo de fastidio.

—¿Vamos a preguntar por Cruzat en cada casa y edificio? —se quejó Martel.

—Su mujer dijo que rayaba en el alcoholismo —les comentó Ortiz—. Si venía hasta acá todos los fines de semana, debió ser cliente frecuente de alguna botillería.

Había más de una docena de expendedoras de alcohol, sin contar supermercados y otros puestos pequeños, pero finalmente la fotografía de Rubén Cruzat fue reconocida en una botillería y su presencia ratificada por la cámara de seguridad del local. Se dispuso el empadronamiento de casas y edificios cercanos, lo que restringió la búsqueda de manera sustancial.

Ortiz llegó a las afueras de un edificio signado con el número 207. El extraño movimiento de vehículos con baliza en el exterior hizo que tuviera un mal presentimiento. Un vecino había llamado a la policía luego de haber escuchado en la madrugada algo parecido a un disparo proveniente de uno de los departamentos. Pasadas las diez de la mañana un cuerpo fue sacado del edificio por el servicio capitalino de urgencias y llevado a la ambulancia para luego ser conducido a la morgue. Ortiz se identificó con el personal médico y descubrió el cadáver.

La búsqueda había terminado.

Parte 3

Los reproches de la viuda desaparecieron por arte de magia. En el funeral de su esposo afloró todo el amor que le había negado en vida, y a pesar de lo perra que había sido con la policía los últimos días, esta vez sus lágrimas llamaban a la compasión.

Los detectives Perdomo y Martel vigilaron la ceremonia desde un vehículo cercano ante la eventualidad de cualquier extraña presencia; se especulaba con una amante despechada que mató a Cruzat cuando este, al verse en descubierto, decidió dejarla para volver con su mujer, aunque al final todos los asistentes fueron identificados.

Sin embargo, el fiscal Caravantes estaba pesimista y quería disparar en todas direcciones: amigos y conocidos del difunto, colegas, vecinos, lo que fuera necesario para justificar el salario en lo que sería una larga investigación; no así Ortiz, que decidió volver al lugar de los hechos para hacerse de una segunda opinión.

Rubén Cruzat había arrendado aquel departamento en el cuarto piso del edificio 207 hace poco más de tres meses, probablemente para concretar los encuentros con su amante los fines de semana; pero nadie en el edificio la había visto, excepto uno de los vecinos del mismo piso quien, la noche anterior al crimen, vio pasar a una mujer de pelo negro ondulado y lentes oscuros. Ortiz estuvo largo rato observando cada detalle del inmueble. En la habitación de Rubén Cruzat quedaba el desorden luego de las pericias; incluso habían sacado el colchón de la cama donde lo habían encontrado muerto de una sola bala en el corazón. El detective volvió al living y continuó la revisión con un semblante que cada vez denotaba mayor impotencia; pero se calmó y trató de observar con perspectiva. Era evidente la escasez de muebles: un sofá grande de esos que dan masajes y un televisor de sesenta pulgadas con conexión a programación satelital; el sujeto sólo compraba paquetes del cable que se relacionaran con deportes y películas de acción. En las fotografías forenses se apreciaban botellas de cerveza vacías en un rincón del piso y otras llenas en el refrigerador junto con algunos trozos de pizza que fueron llevados al laboratorio para su análisis. No más que eso, y Ortiz se desconcertaba porque se suponía que era el lugar de una pareja, el nido de amor, pero no había ningún elemento femenino en la decoración. “Tal vez el fiscal tenga que agregar prostitutas a la lista de sospechosos”, pensó algo desalentado.

Se había examinado cada rincón del departamento en busca de huellas o rastros de ADN que no correspondieran a la víctima. Si otra persona estuvo allí, las pericias lo determinarían con seguridad; pero, ante la sorpresa del detective, los resultados del laboratorio fueron negativos.

—¡Mierda! —soltó Ortiz—. ¡Ese infeliz bastardo nunca tuvo una amante!

Y se dirigió raudo al Ministerio Público.

Parte 4

—Cruzat no engañaba a su esposa —empezó a explicarle el detective al fiscal Caravantes—, sólo estaba huyendo de ella. Armó su espacio en un lugar donde nadie lo conocía para poder llevar una vida de soltero, al menos los fines de semana, pero con el accidente del autobús Carmina Fabres creyó que él la engañaba con otra mujer.

—Igual que todos nosotros —observó el fiscal.

—Es verdad —reconoció Ortiz—, pero desde ese momento, Carmina pasó a tener una motivación para asesinarlo, y tiene que ser considerada como sospechosa.

—¡Pero después del accidente nadie sabía nada de Cruzat, ni siquiera su esposa!

—No podía ocultarse para siempre; en algún momento debió llamarla. Especulamos con que Cruzat tenía un segundo celular, ¿lo recuerda?

El fiscal reaccionó con asombro.

—Sí.

—Necesito una orden de registro en la casa de la viuda.

Los hechos se sucedieron de manera vertiginosa. En el hogar del destruido matrimonio, ubicado en un barrio residencial de clase media, los detectives Ortiz, Perdomo y Martel se dejaron caer de sorpresa.

—¿Qué significa esto? —protestó Carmina desde la entrada de su casa con una cara de disgusto que hizo vacilar a los detectives.

Ortiz disimuló lo mejor que pudo y le exhibió la autorización del juez.

—Tenemos una orden —le comunicó.

Al interior del domicilio se incautaron una peluca de pelo negro ondulado, tres celulares, incluyendo el que utilizó Rubén Cruzat para llamar a su mujer un día antes del crimen, de seguro para concertar una reunión en aquel departamento a donde concurrió Carmina con ese revólver que también se le confiscó y que luego de las pericias sería sindicado como el arma homicida. El detective Perdomo le leyó sus derechos mientras su colega Martel la conducía esposada al vehículo policial.

Pero Ortiz no estaba conforme. ¿Cómo es que Rubén Cruzat muere en su cama, sin haber podido siquiera explicarle a su esposa que no tenía una amante? Pero fue en ese momento que Carmina Fabres aclaró sus motivaciones:

—¿Y lo que tuve que aguantarlo yo todos estos años? —empezó a decir con descaro— ¡Nada era suficiente! ¡Me ponía esa peluca de prostituta, yendo a moteles asquerosos para darle en el gusto y nunca estaba conforme!...

Se acercaba al punto de perder la compostura y caer en la desesperación.

—¿No me soportaba? —continuó—. ¿Quería su propia vida, su propia casa, lejos de mí?... Maricón. Eso es lo que era. Hubiera preferido que tuviera una amante. ¡Maricón!

La viuda siguió caminando visiblemente alterada, pero manteniendo la cabeza en alto, para que todos los vecinos que se asomaran a observar se llevaran una imagen digna de ella, pero justo antes de subir al  vehículo policial lanzó una patada directa a las pelotas del detective Martel.


Era la misma bruja de siempre.

FiN

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