¿DÓNDE ESTÁ RUBÉN CRUZAT?
Parte 1
El autobús había volcado de costado y se
encontraba a unos doscientos metros fuera de la carretera, a la salida sur de
la capital. Los paramédicos acababan de llegar y atendían a los heridos mientras
la policía les prestaba ayuda, acordonaba el lugar e interrogaba a los
pasajeros que resultaron ilesos en lo que, al parecer, fue un accidente por
exceso de velocidad que costó tres vidas: el auxiliar del bus, que estrelló su cabeza
contra el vidrio lateral; una anciana de ochenta años que no resistió un ataque
cardíaco; y un hombre que fue a parar debajo del autobús, muerto por
aplastamiento, de quien sólo se asomaban los pies sin zapatos. Su identidad aún
no estaba confirmada, pero alguien que dijo ser su esposa llamó a la policía y
concurrió al sitio del suceso tan pronto se enteró de la noticia por la radio. Llegó
cuando bomberos recién preparaba la cortadora metálica, y aunque se esperaba una
escena de histeria, aquella mujer, en sus cuarentas, delgada, rubia teñida,
exceso de solárium y bien vestida, se asomó a mirar aquellos pies como quien
inspecciona lechugas en un supermercado, para luego soltar con un dejo de
desagrado:
—Éste no es mi marido.
—Es la única persona que falta por
identificar —le dijo extrañado el detective Derek Ortiz.
—Oiga, ¿usted es idiota o se hace? ¡Este no
es mi marido!
—¿Está segura de que viajaba en
este autobús?
—¡Por supuesto que sí, pendejo!
Ortiz se mordió los labios y asintió con
resignación.
La noticia fue confirmada. Los verdaderos familiares
de aquel desgraciado se presentaron en el Instituto de Ciencias Forenses a
reclamar el cadáver.
—¿Y quién mierda es la mujer que estaba en el
sitio del suceso? —preguntó el fiscal Caravantes al detective en la oficina del
Ministerio Público.
—Carmina Fabres. Y sigue preguntando dónde
está su marido.
—El tipo nunca estuvo en el autobús, ¿cuál es
su puto problema?
—Dice que ella misma lo llevó a la estación
esta mañana y que lo vio subirse igual que todos los viernes; misma hora, mismo
trayecto: Santiago-Valparaíso.
—Mire, detective —empezó a decir el fiscal,
un tanto impaciente—, lo más probable es que tenga un serio problema de
comunicación con su marido. Eso es todo.
—En cualquier caso, ya pasaron varias horas y
el sujeto —revisó su libreta—, Rubén Cruzat, sigue con el celular apagado y no
se ha comunicado. Su esposa se está contactando con familiares, amigos y
colegas del trabajo.
—Ya va a aparecer, no se preocupe —terminó de
decir el fiscal con displicencia.
Al día siguiente Rubén Cruzat continuaba
desaparecido, pero la información que recabó su esposa resultó de lo más
desconcertante: su marido trabajaba como administrador de sucursales en una
tienda de vestuario y debía trasladarse a Valparaíso todos los fines de semana.
La sorpresa para la mujer llegó cuando le informaron en la empresa que, desde
hacía ya tres meses, el hombre había sido reasignado nuevamente a Santiago, y
que, desde entonces, su trabajo no incluía las sucursales de Valparaíso.
—Guau —soltó irónico el fiscal en su oficina—.
¿Así que el hijo de puta siguió diciéndole a su mujer que viajaba a Valparaíso
por trabajo?
—Si ella lo vio subirse al autobús —observó
el detective Ortiz—, me queda claro que Rubén Cruzat debió bajarse en algún
punto entre la salida de la estación y el límite sur de Santiago. No quiero sacar
conclusiones, pero…
—Apuesto a que su esposa ya lo hizo —dijo el
fiscal con una sonrisa.
—Presentó una denuncia por presunta
desgracia.
—La desgracia va a caer sobre ese tipo cuando
su mujer lo encuentre —siguió burlándose el fiscal—. Mientras tanto ella va a cuidar
las apariencias.
—¿Va a pasar el asunto a Ubicación de
Personas?
—No me ve tirándome las pelotas aquí, ¿o sí, Ortiz?
—le dijo el fiscal, mostrándole el cúmulo de carpetas sobre su escritorio—. Si
alguien quiere una orden de investigar, tendrá que esperar al menos un par de
días. Mientras tanto haga lo que pueda.
Parte 2
El detective Ortiz estaba interesado en
conocer más de Rubén Cruzat, y Carmina Fabres tenía una opinión ya formada de su
esposo, incluyendo la arista por infidelidad.
—Es un pobre tipo, ¿sabe? —le comentó ella
con desprecio algo fingido—. Mi marido. No tiene cojones para nada. Lo único
que sabe hacer en días de semana es pasársela en bares de mala muerte y llegar
a las nueve de la noche con un olor a alcohol insoportable. Es todo lo que ha
hecho desde que nos casamos.
Sin embargo, era evidente que las sospechas
apuntaban en otra dirección, y si alguien podía aclararlo eran sus colegas del
trabajo que, lo más seguro, le habían ocultado a ella la información sensible.
—Es el tipo más aburrido que he conocido en
mi vida —le confesó a Ortiz uno de los colegas cercanos a Cruzat en su oficina
de la empresa—; pero una buena persona —agregó. Luego, como recordando algo, exhaló
una sonrisa nasal—. Debí habérmelo imaginado —murmuró.
—¿A qué se refiere? —preguntó Ortiz que alcanzó
a escucharlo.
—No estoy seguro. Nunca lo vi en malos pasos,
pero hace como tres meses me preguntó si conocía un buen motel para llevar a su
mujer. No le di mayor importancia, pero me lo pidió con tanta discreción que me
pareció un poco extraño.
—Y supongo que usted le dio una buena
recomendación.
—Soy el campeón de los almuerzos fríos —dijo aquel
oficinista con orgullo.
Para tener acceso a las cámaras de seguridad
del Motel Kalinda, Ortiz convenció al administrador de que así podía evitarse
una molesta citación a la oficina del fiscal. Después de algunas horas de
tediosa revisión de imágenes correspondientes a fines de semana, pudo detectar a
Rubén Cruzat ingresando al recinto en su auto, en compañía de una mujer de pelo
negro ondulado y anteojos oscuros.
—Con el accidente del autobús la infidelidad
de Cruzat quedó al descubierto —dijo Ortiz en la oficina del fiscal
Caravantes—, y lo peor de todo es que su mujer lo sabe.
—Y él está aquí, en Santiago, escondido en
algún lugar con su amante —discurrió el fiscal asintiendo con malicia—,
sabiendo que no hay coartada posible.
—Sí, pero hasta que no aparezca tengo que
seguir indagando. ¿Despachó ya la orden para investigar?
La búsqueda oficial había comenzado y el
detective fue ratificado en la investigación. Carmina Fabres despotricaba contra
la policía por la tardanza, pero Ortiz se comprometió a agilizar los trámites,
entre ellos, el registro de llamados de su esposo que a la larga no rindió
frutos, así que la existencia de un segundo celular que debió haber ocultado
fue la hipótesis más plausible.
Ortiz visitó también al conductor del autobús
que se estaba recuperando en el hospital, quien lamentaba aún la pérdida de su
auxiliar. Como no era usual tomar ni dejar pasajeros en el trayecto de salida,
le fue más fácil recordar a Cruzat en una fotografía como aquel pasajero que le
pidió descender del autobús esa mañana aduciendo un olvido impostergable. En
diligencia posterior, la cámara de seguridad vial del sector detectó la pasada
del autobús y la bajada de Cruzat en medio de un lugar que no revestía mayor
interés, hasta que un taxi se estacionó a su costado y finalmente se lo llevó
en dirección desconocida.
El número de patente impreso al costado del
automóvil llevó al detective a la central de taxis metropolitana. En ese lugar
el dueño del taxi le exhibió el registro de viajes que correspondía a la fecha
y hora en que trasladó a un pasajero rumbo al poniente hasta la entrada de la
población Padre Valverde, que es lo más lejos que llegan los taxis.
Ortiz sabía que era aquí donde comenzaba la
parte complicada, y solicitó la ayuda de sus colegas Perdomo y Martel.
—Padre Valverde es un basural inmenso —comentó
Perdomo con algo de fastidio.
—¿Vamos a preguntar por Cruzat en cada casa y
edificio? —se quejó Martel.
—Su mujer dijo que rayaba en el alcoholismo —les
comentó Ortiz—. Si venía hasta acá todos los fines de semana, debió ser cliente
frecuente de alguna botillería.
Había más de una docena de expendedoras de
alcohol, sin contar supermercados y otros puestos pequeños, pero finalmente la
fotografía de Rubén Cruzat fue reconocida en una botillería y su presencia
ratificada por la cámara de seguridad del local. Se dispuso el empadronamiento
de casas y edificios cercanos, lo que restringió la búsqueda de manera
sustancial.
Ortiz llegó a las afueras de un edificio
signado con el número 207. El extraño movimiento de vehículos con baliza en el
exterior hizo que tuviera un mal presentimiento. Un vecino había llamado a la
policía luego de haber escuchado en la madrugada algo parecido a un disparo proveniente
de uno de los departamentos. Pasadas las diez de la mañana un cuerpo fue sacado
del edificio por el servicio capitalino de urgencias y llevado a la ambulancia
para luego ser conducido a la morgue. Ortiz se identificó con el personal médico
y descubrió el cadáver.
La búsqueda había terminado.
Parte 3
Los reproches de la viuda desaparecieron por
arte de magia. En el funeral de su esposo afloró todo el amor que le había
negado en vida, y a pesar de lo perra que había sido con la policía los últimos
días, esta vez sus lágrimas llamaban a la compasión.
Los detectives Perdomo y Martel vigilaron la
ceremonia desde un vehículo cercano ante la eventualidad de cualquier extraña
presencia; se especulaba con una amante despechada que mató a Cruzat cuando este,
al verse en descubierto, decidió dejarla para volver con su mujer, aunque al
final todos los asistentes fueron identificados.
Sin embargo, el fiscal Caravantes estaba
pesimista y quería disparar en todas direcciones: amigos y conocidos del
difunto, colegas, vecinos, lo que fuera necesario para justificar el salario en
lo que sería una larga investigación; no así Ortiz, que decidió volver al lugar
de los hechos para hacerse de una segunda opinión.
Rubén Cruzat había arrendado aquel
departamento en el cuarto piso del edificio 207 hace poco más de tres meses,
probablemente para concretar los encuentros con su amante los fines de semana; pero
nadie en el edificio la había visto, excepto uno de los vecinos del mismo piso
quien, la noche anterior al crimen, vio pasar a una mujer de pelo negro
ondulado y lentes oscuros. Ortiz estuvo largo rato observando cada detalle del inmueble.
En la habitación de Rubén Cruzat quedaba el desorden luego de las pericias; incluso
habían sacado el colchón de la cama donde lo habían encontrado muerto de una
sola bala en el corazón. El detective volvió al living y continuó la revisión
con un semblante que cada vez denotaba mayor impotencia; pero se calmó y trató
de observar con perspectiva. Era evidente la escasez de muebles: un sofá grande
de esos que dan masajes y un televisor de sesenta pulgadas con conexión a
programación satelital; el sujeto sólo compraba paquetes del cable que se
relacionaran con deportes y películas de acción. En las fotografías forenses se
apreciaban botellas de cerveza vacías en un rincón del piso y otras llenas en
el refrigerador junto con algunos trozos de pizza que fueron llevados al
laboratorio para su análisis. No más que eso, y Ortiz se desconcertaba porque
se suponía que era el lugar de una pareja, el nido de amor, pero no había
ningún elemento femenino en la decoración. “Tal vez el fiscal tenga que agregar
prostitutas a la lista de sospechosos”, pensó algo desalentado.
Se había examinado cada rincón del
departamento en busca de huellas o rastros de ADN que no correspondieran a la
víctima. Si otra persona estuvo allí, las pericias lo determinarían con
seguridad; pero, ante la sorpresa del detective, los resultados del laboratorio
fueron negativos.
—¡Mierda! —soltó Ortiz—. ¡Ese infeliz
bastardo nunca tuvo una amante!
Y se dirigió raudo al Ministerio Público.
Parte 4
—Cruzat no engañaba a su esposa —empezó a
explicarle el detective al fiscal Caravantes—, sólo estaba huyendo de ella. Armó
su espacio en un lugar donde nadie lo conocía para poder llevar una vida de
soltero, al menos los fines de semana, pero con el accidente del autobús Carmina
Fabres creyó que él la engañaba con otra mujer.
—Igual que todos nosotros —observó el fiscal.
—Es verdad —reconoció Ortiz—, pero desde ese
momento, Carmina pasó a tener una motivación para asesinarlo, y tiene que ser
considerada como sospechosa.
—¡Pero después del
accidente nadie sabía nada de Cruzat, ni siquiera su esposa!
—No podía ocultarse para siempre; en algún
momento debió llamarla. Especulamos con que Cruzat tenía un segundo
celular, ¿lo recuerda?
El fiscal reaccionó con asombro.
—Sí.
—Necesito una orden de registro en la casa de
la viuda.
Los hechos se sucedieron de manera
vertiginosa. En el hogar del destruido matrimonio, ubicado en un barrio
residencial de clase media, los detectives Ortiz, Perdomo y Martel se dejaron
caer de sorpresa.
—¿Qué significa esto? —protestó Carmina desde
la entrada de su casa con una cara de disgusto que hizo vacilar a los
detectives.
Ortiz disimuló lo mejor que pudo y le exhibió
la autorización del juez.
—Tenemos una orden —le comunicó.
Al interior del domicilio se incautaron una
peluca de pelo negro ondulado, tres celulares, incluyendo el que utilizó Rubén Cruzat
para llamar a su mujer un día antes del crimen, de seguro para concertar una
reunión en aquel departamento a donde concurrió Carmina con ese revólver que
también se le confiscó y que luego de las pericias sería sindicado como el arma
homicida. El detective Perdomo le leyó sus derechos mientras su colega Martel
la conducía esposada al vehículo policial.
Pero Ortiz no estaba conforme. ¿Cómo es que
Rubén Cruzat muere en su cama, sin haber podido siquiera explicarle a su esposa
que no tenía una amante? Pero fue en ese momento que Carmina Fabres aclaró sus
motivaciones:
—¿Y lo que tuve que aguantarlo yo todos estos
años? —empezó a decir con descaro— ¡Nada era suficiente! ¡Me ponía esa peluca de prostituta, yendo a moteles asquerosos para darle en el
gusto y nunca estaba conforme!...
Se acercaba al punto de perder la compostura
y caer en la desesperación.
—¿No me soportaba? —continuó—. ¿Quería su
propia vida, su propia casa, lejos de mí?... Maricón. Eso es lo que era.
Hubiera preferido que tuviera una amante. ¡Maricón!
La viuda siguió caminando visiblemente
alterada, pero manteniendo la cabeza en alto, para que todos los vecinos que se
asomaran a observar se llevaran una imagen digna de ella, pero justo antes de
subir al vehículo policial lanzó una patada directa a las pelotas del detective Martel.
Era la misma bruja de siempre.
FiN
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