miércoles, 24 de enero de 2018

El Prestigio Del Abogado (Relato Legal)

Las apariencias engañan.

La divisó desde lejos y le pareció cara conocida. No supo exactamente quién, pero tuvo un mal presentimiento y volteó para alejarse rápido del tribunal civil. Demasiado tarde; con ese traje formal impecable gy ese bolso de cuero de marca, la anciana Julia Rojas lo reconoció de inmediato: el abogado Inocencio Duarte no pasaba inadvertido, aun cuando se esforzara ingenuamente por hacerlo.
—¿Abogado? —exclamó ella, que había apurado el paso hasta alcanzarlo, portando un manojo de papeles en su mano.
Duarte hizo una expresiva pero inaudible mueca de fastidio antes de detenerse y mostrarle a ella su mejor cara.
—¡Hey! —soltó a modo de saludo. No recordaba su nombre—. ¿Cómo le va? —dijo con fingida amabilidad mientras echaba un vistazo a su celular, para disimular su asombro.
—Vengo del tribunal —empezó a decir ella con un ligero tono de angustia— y me entregaron estos papeles, pero usted no me informó de nada.
El abogado arqueó las cejas y tomó las hojas. Lo primero era verificar el nombre.
—Bueno —decía mientras trataba de leer rápido para entender de qué carajos estaba hablando esa vieja—, usted ya sabe, señora… Julia —y recordó: una tercería de posesión. Levantó otra vez la mirada—. No hay necesidad de molestarla con trámites que no va a entender.
—Pero es la sentencia —contrapuso la anciana—, el caso se resolvió la semana pasada.
—Sí, es verdad —reconoció el abogado, sintiendo una ligera opresión en el pecho y centrándose en la última página, siempre con fingida indiferencia. En efecto, la sentencia había sido pronunciada la semana anterior, y en su parte resolutiva el tribunal rechazaba todas las pretensiones de su cliente—. Pero tiene que entender que un juicio no se resuelve con una sentencia de primera instancia —adujo sintiendo un ligero—; hay recursos, señora Julia, acciones de reclamo que se pueden interponer en contra de esta sentencia, y que yo mismo he estado analizando con todo cuidado estos últimos días.
La mujer, a su vez, mantenía las cejas taciturnas, con un talante que llamaría a la compasión de cualquier persona que no fuera Inocencio Duarte.
—¿Y qué va a pasar con las muebles de mi casa? —preguntó luego de una pausa—. Usted me dijo que no podían embargarme por las deudas de mi hijo.
—Eso fue lo que dije —contestó Duarte mientras seguía recibiendo de ella pistas del caso: aquel vago de mierda se dedicó a coleccionar tarjetas de crédito de casas comerciales mientras estaba en la universidad, pero como no tenía dónde caerse muerto registró como domicilio el de sus padres, mismo lugar donde notificaron la demanda por sus deudas impagas; el abogado trató de zafar del embargo a través de una tercería de posesión, donde debía probar que los bienes de aquella casa eran del uso ordinario de los padres y no del idiota que tenían por hijo. Esta clase de juicios es muy común cuando se trata de cobro de deudas, y los abogados, en general, suelen manejar un gran número de ellos al mismo tiempo; el problema era que no representaban grandes dividendos, ni aun en caso de ganarlos, y, lo peor de todo, resultaban increíblemente burocráticos y tediosos, pero tratándose de alguien tan presuntuoso como Duarte, siempre eran una buena fuente de recursos.
—Entonces, ¿qué? —inquirió  expectante la mujer, ante el silencio desvergonzado del abogado—. ¿Va a presentar un reclamo?
—Se llama recurso de apelación —aclaró Duarte mientras echaba otro vistazo a los papeles, luego de recordar algo que le inquietó; al cabo de un segundo sus sospechas se confirmaron, su mirada se descompuso pero disimuló rápido—. ¿Tiene dinero para pagar la segunda instancia? —preguntó a continuación.
Julia Rojas cruzó las manos con desazón. Duarte percibió la debilidad y la aprovechó como un animal sobre la presa herida. Primero le lanzó una sutil mirada de recriminación y luego tornó a una actitud compasiva.
—Esto es lo que va a pasar, señora Julia —comenzó a decir el letrado como si hubiera tomado una decisión—; lo he visto cientos de veces y he presenciado cómo abogados sin escrúpulos no se cansan de desangrar a sus clientes prometiéndoles lo que no pueden conseguir. —Dobló los papeles en dos y se los devolvió—. Este juicio se perdió por falta de pruebas, ¿lo recuerda? —Julia Rojas mostró una confusión evidente—. Usted me dijo que no tenía las facturas de los muebles…
—Le dije que las tenía —precisó ella— pero se borraron.
—Eran papeles en blanco. No tienen valor probatorio.
—Pero usted presentó testigos; a mi vecina y mis dos amigos.
—Y la presentación no se puede objetar, señora Julia. Sus testigos dijeron todo lo que les dije y lo hicieron bien. El problema es que el tribunal estimó la prueba como insuficiente; pasa de vez en cuando y nos pasó a nosotros. Ahora…
—Pero no puedo perder mis muebles —dijo la mujer al borde de la desesperación—. Son todo lo que tengo.
—No es tan así, señora Julia —objetó Duarte aprovechando la ocasión—, y por lo mismo le recomiendo no apelar.
Julia Rojas no entendía un carajo. Duarte se apresuró a quitarse esa mirada de encima.
—Son muebles, señora Julia —quiso tranquilizarla—. Las cosas materiales van y vienen; a lo más está sacrificando un valor sentimental, pero créame que lo va a superar; preocúpese más por ese pendejo que tiene por hijo en la universidad y recuerde que aún tiene un lugar donde vivir. Su casa y su salud —añadió como el mejor charlatán— son sus mejores posesiones y debe dar gracias a Dios por eso.
Julia Rojas bajó la mirada, triste al darse cuenta de que tendría que empezar a resignarse.
—Entonces —dijo ella a continuación—, ¿no va a apelar?
—Es mi opinión profesional —expresó Duarte. Miró su reloj a continuación, un poco impaciente, luego a Julia Rojas que seguía en un estado de sopor—. Dígame usted, si yo fuera un abogado sin conciencia social, no tendría ningún problema en hacerle firmar una letra de pago y endeudarla de nuevo, con lo que costó que me pagara la primera. Usted y su hijo quedarían peor que antes, porque, y esto se lo digo aquí y ahora: no va a ganar ese recurso de apelación. Se lo digo por experiencia, no va a ganar —recalcó.
En ese preciso instante el abogado Franco Mackenna pasaba por allí luego de salir de tribunales. No vio a Duarte pero éste sí lo vio y se apresuró a deshacerse de la anciana inútil.
—Olvide esa apelación, señora Julia —le dijo mientras se alejaba con una gran sonrisa falsa que contrastaba con el rostro perplejo de su cliente—. ¡Hey, Franco! —se acercó saludando a su colega. Éste se sorprendió un poco con aquella aparición.
—¿Duarte? —dijo sin detenerse—. ¿Qué haces aquí?
—Tengo que salir a la luz de vez en cuando —respondió mirando con sospechosa cautela a su alrededor y acomodándose los anteojos de sol.
—Tuvo que ser algo importante.
—Falsa alarma —reconoció Duarte con una mueca de molestia—. ¿Tienes cuarenta que me prestes? —soltó de improviso—. Es para el receptor judicial.
—Te conozco mucho mejor que esa mujer —le espetó Franco refiriéndose a aquella anciana que se alejaba cabizbaja en sentido contrario—. ¿Escuché bien o le dijiste que se olvidara de apelar? ¿Desde cuándo rechazas cobrar una audiencia?
—Perdió todos los muebles en la tercería de posesión —dijo Duarte displicente—. Ni siquiera tiene cómo pagarme.
Suspiró de mala gana y siguió caminando en silencio. Franco le dio una mirada fugaz y lo comprendió todo.
—Y se te pasó el…

—Y se me pasó el plazo para apelar —reconoció Duarte mientras Franco movía la cabeza en señal de reproche.
FiN

lunes, 22 de enero de 2018

Stavros #4 (Policial): El Culpable

La causa de muerte fue ahogamiento por embolia gaseosa —inyección de aire directo a la arteria— lo que le produjo un infarto. Parecía raro pero no tanto entre drogadictos suicidas, según comentó el viejo fiscal. El cuerpo de su cómplice estaba en la habitación vecina, estrangulado por el cordón de su zapatilla, probablemente luego de una discusión por esos pocos billetes esparcidos por el suelo o lo que quedaba de la droga. El caso seguiría en investigación pero a nadie le importaría que el fiscal lo cerrara sólo para alivianar el peso de las carpetas sobre su escritorio.

—¿La conociste de algún lugar? —le preguntó el comisario Stavros al detective Fredes, luego de mostrarle la carpeta con los antecedentes y una foto mediana de la chica en cuestión, cuyo rostro no se veía mejor que la vez anterior.

El detective le echó un vistazo. Arqueó los labios mientras hacía memoria y terminó por asentir.

—Renzo Duarte.

Stavros reaccionó con una mueca de desagrado.

—¿El abogadito progre que defiende delincuentes?

—Ese mismo.

—Pero trabaja para Richard Ortega, al otro lado de la ciudad.

—Ahora trabaja ahí, pero hace tres años estaba con Francesco Esposito.

—El hijo de puta de la población Padre Valverde —recordó el comisario de inmediato—. Está preso por asociación ilícita.

—Los robos a farmacias, ¿te acuerdas?

—¿Qué tiene que ver con la chica?

—Ella era uno de los niños que usaba para delinquir, y si la policía les caía encima…

—Los soltaban por minoría de edad —dijo Stavros con mala cara.

—El abogado de Esposito los ponía de vuelta en la calle.

La información dejó a Stavros en silencio por un instante. Ya tenía un culpable.

***

Lo que se sabía del abogado Renzo Duarte era que hace algunos años tuvo que abandonar la defensa de su antiguo representado, Francesco Esposito. La razón que esgrimió fue la de “incompatibilidad de agenda”, pero se elucubraba en el entorno que había huido como las ratas después que no había podido salvar a su cliente de pasar un largo período en la cárcel —veinte años por asociación ilícita para delinquir—, y que ahora de seguro él mismo se vería relacionado con los ilícitos. La sentencia condenatoria no sólo consideraba los asaltos a farmacias, organizados a través de bandas criminales que se repartían por toda la ciudad, sino además la agravante particular de haberlo hecho con gente armada o personas que le aseguraban impunidad. Estas personas eran menores de catorce años, y el Estado se encargaba de dar un fuerte reproche a la conducta, cosa rara si se considera que el poder político hacía poco y nada por esos niños. “Nuestro país está en deuda”, les encantaba decir a esa tropa de maricones cada cuatro años.

A pesar de todo, y luego de un corto período de poca actividad, el abogado Duarte volvió a sus andanzas. La buena práctica en delitos de asociación ilícita, lavado de dinero y narcotráfico eran siempre bien valorada entre delincuentes de poder como Richard Ortega, tanto para sus negocios como para sus apuros de ocasión.

—Su señoría —dijo a su turno con sincera confianza, para finalizar su alegato—, tengo un hijo de tres años que aún no sabe escribir —No tenía hijos—, pero va al jardín infantil y hace unas pinturas con los dedos que le quedan bastante bien. —A continuación tomó las dos carpetas del escritorio—. Digo esto porque esas pinturas tienen más coherencia que los informes de la fiscalía…

—Los informes no fueron cuestionados por la defensa —se apresuró a aclarar el fiscal, un abogado cuya juventud, soberbia y esa barba larga de moda parecían demostrarle a todo el mundo que era imposible encontrar reparos a su estrategia judicial.

—No cuestiono lo que dicen los informes —contrapuso Duarte—. Cuestiono lo que no dicen.

Dejó caer las carpetas, una después de otra, para que los tres jueces al frente notaran su desdén.

—El primero dice que la cocaína incautada a mi cliente es cocaína —relataba en el intertanto—. El otro dice que la cocaína es mala.

Algo irónico pero conciso; se refería al informe de análisis de la droga y al informe adjunto sobre su peligrosidad y acción sobre el organismo.

—Explíqueme esto —continuó, dando una mirada al fiscal, y sabiendo que los jueces ya se lo esperaban—, ¿cómo cree usted que esta sustancia —y exhibió la fotografía forense de la bolsa incautada— va producir los efectos que ese informe señala, si no se ha tomado la molestia de aclararnos cuál es su grado de pureza o de concentración?

El fiscal frunció las cejas, con una sonrisa casi imperceptible, porque aún no asimilaba el hecho de que esa pequeña circunstancia de poca frecuencia pero conocida por abogados de mayor bagaje podía echar abajo los juicios por narcotráfico. Y así fue que minutos después el tribunal declaró la inocencia de Richard Ortega por no haberse podido acreditar el delito. El fiscal se llevaba su primera derrota en su corta carrera, aunque de alguna forma se encargaría de hacerlo parecer una victoria en su guarida del Ministerio Público.

Sin embargo, para Renzo Duarte este era sólo uno de varios casos en su agenda para el mismo día: solicitudes de libertad condicional, cambio de fechas, preparar el juicio oral, nombramiento de peritos, etc.; un eterno transitar por salas de audiencia y que realizaba de forma casi inconsciente, siempre con el pensamiento puesto en otra diligencia. Jamás se quejaba; primero porque los años en tribunales lo hicieron inmune al olor a mierda, y segundo —y era esto lo más importante— porque ahora ganaba más que antes; era la pieza fundamental de una empresa, de esas que dan mucho dinero: las de delincuentes; así que tenía un buen traje, un lindo reloj, un automóvil de lujo y dos putas a la semana se encargaban de sacarle el estrés a mamadas. Todo su trabajo estaba relacionado y giraba en torno a una sola persona: Richard Ortega y sus negocios.

El comisario Stavros había escuchado de aquel abogado; conocía las sospechas por delitos de obstrucción a la investigación y otros que sólo pueden cometer los abogados. Pero no lo odiaba por eso. No lo odió cuando supo que aquella chica drogadicta era uno de los soldados que usaba su antiguo cliente Francesco Esposito como carne de cañón. Tampoco le importó que mintiera descaradamente en los juicios —él mismo lo hacía cuando convenía a sus intereses—, ni cuando presentaba testigos falsos, entrenados como delfines de acuario para mentir. No, no es por eso que Stavros estaba decidido a matar al abogado Renzo Duarte. Lo que le reventaba las pelotas era otra cosa. “Yo no saco delincuentes de la cárcel —decía el letrado con falsa humildad encogiéndose de hombros—: ¡Es el fiscal el que no los puede dejar adentro!”. Tampoco. Técnicamente tenía razón, y no se podía desconocer que muchas veces era el propio acusador quien cometía errores en la persecución penal. Duarte podía dejar a las víctimas sin justicia, pero, aun así, él estaba en todo su derecho de alegar que sólo hacía su trabajo. Había algo más. En uno de esos casos que alcanzaron a tener repercusión en los medios de comunicación, no perdió ocasión para presumir de su talento. “¿Dicen que los tribunales hacen justicia? —comentó sobrado a una radio local luego de ganar el juicio—. Yo digo que sólo eligen al mejor abogado” —remató con una sonrisa.

Efectivamente. El hijo de puta lo disfrutaba.

Así y todo, el comisario debía cuidar sus pasos. Ya estaba él mismo bajo el lente de sus superiores y empezaba a levantarse en el ambiente cierta sensación de “estar en el lugar correcto en el momento adecuado”, así que lo mejor sería cambiar de plan para no llamar la atención. Al menos por un tiempo.

***

Tito Ortega era el hijo único de Richard. Desde siempre estuvo al tanto de los negocios de su padre y el ingreso a la vida delictual se dio de forma natural, aunque asegurando desde el principio una posición de privilegio. A los dieciocho años ya tenía experiencia, y uno de sus deberes era garantizar que los ingresos de la familia no levantaran sospechas en el Servicio de Impuestos Internos. Para ello había comprado, a través de un tercero, un terreno de gran extensión a las afueras de la ciudad, lo partió en lotes más pequeños y lo vendió a sus cómplices. La compra y venta simulada de esos terrenos para fingir ganancias duró al menos unos cinco años; pero Impuestos Internos sabe de estas cosas y a poco de investigar descubrió el delito. Él y sus cómplices quedaron en prisión preventiva mientras durara la investigación.

Stavros investigó al respecto, y cuando terminó de acomodar sus piezas en el tablero, contactó a Richard Ortega. El padre de Tito también estaba informado de la extraña fama del comisario así que tomó sus resguardos. La reunión informal se efectuó en un lugar desconocido de la periferia, otro de esos tantos edificios abandonados donde la gente moría y ni siquiera el mal olor llamaba la atención. Un tipo alto y serio se encargaba de vigilar a cierta distancia.

—Mi abogado lo controla todo —respondió lacónico Richard Ortega, frente al requerimiento del comisario.

—Es probable que sí —dijo Stavros a su vez—, pero ¿quién controla a su abogado?

Ortega lo miró con extrañeza. Demasiada insolencia para un policía que tuvo la osadía de presentarse allí solo. Aún no se imaginaba lo que éste venía a decirle.

—Lo que hizo el fiscal —prosiguió el comisario— fue seguir el dinero; revisó las escrituras con los traspasos de terrenos…

—El nombre de mi hijo no está en ninguna de esas escrituras.

—Ya le dije, el dinero —enfatizó Stavros—. Los cómplices de su hijo ni siquiera se tomaron la molestia de disimular un poco. Se confiaron igual que su hijo y al final los números pasan de mano en mano hasta terminar en una cuenta bancaria.

—Fue una imprudencia —recordó Ortega con una mueca.

—Una imprudencia de su abogado —insinuó Stavros.

Ortega lo procesó por un instante, pero un argumento tan poco consistente terminó por hartarlo.

—Carlo —llamó por sobre su hombro al sujeto que lo custodiaba—, llévate a este tipo de aquí.

El sujeto se acercó, pero Stavros no se intimidó. Sólo sonrió.

—Lo que usted no sabe —dijo con calculada osadía— es que el gran negocio de ese abogado es a costa de su hijo.

Esta vez, Ortega mostró súbito interés. Hizo una seña a su hombre y éste se detuvo. Stavros sacó unos papeles del bolsillo interno de su chaqueta y se los entregó. Ortega frunció las cejas y mantuvo una mirada seria. Quiso mirar los papeles pero el comisario se adelantó.

—Usted le paga millones por audiencias, acuerdos judiciales y extrajudiciales, bonos, premios y gastos de gestión, pero jamás le ha interesado cómo lo hace, y si investigara un poco se daría cuenta de que Duarte maneja los hilos de su organización a su propia conveniencia: él elige quién entra y sale de prisión, según lo que le paguen. Y si le pagan bien, ¿por qué tendría que matar a la gallina de los huevos de oro?

Ortega abrió los ojos con creciente sorpresa.

—Sí —agregó Stavros cuando lo notó—, hay una sola persona que sigue en prisión desde hace un año sin interrupción, porque su abogado sabe que vale más adentro que afuera. —Señaló los papeles—. Hablé con el fiscal esta mañana. Va a pedir una prórroga por otros seis meses para seguir investigando. ¿Y sabe por qué está confiado? Porque Duarte no va a hacer nada para evitarlo; no va a apelar y si apela lo va a hacer muy mal, porque si él hubiese querido sacar a su hijo de la cárcel, señor Ortega… ya lo habría hecho.

Ortega mantuvo la mirada pensativa y tensa por unos segundos, como si asimilara con espanto. Finalmente, y luego de tomar una resolución definitiva, levantó la mirada y se sorprendió de las verdaderas intenciones de Stavros.

—Puta madre, policía de mierda —masculló entre dientes—. Usted es la justicia —pareció increparle—. ¿Sabe lo que voy a hacer con ese abogado?

Stavros terminó respirando aliviado. Era precisamente lo que quería escuchar. Sabía que Ortega mandaría revisar las actuaciones de su abogado, y es por eso que había cuidado bien los detalles; estaban a la vista todos los documentos que delataban a Renzo Duarte: sus tácticas, artimañas, mentiras, errores intencionales, toda su vida en un puñado de papeles; pero ahora no tendría escapatoria porque su juzgador no le daría la oportunidad. Bastaron unos pocos días para que se perdiera todo rastro del letrado cómplice; pero nada que sorprendiera a quienes ya conocían la metodología de la familia Ortega; un poco de tortura para el consuelo y deleite personal, y luego el final. Después de todo, no hay recurso de apelación para una bala directa a la cabeza. Ni para un descuartizamiento.

FiN

Stavros #3 (Policial): Un Día En El Paraíso


El culpable no está aquí.


Llegó allí por instinto. La investigación apuntaba en una dirección y el comisario Satvros tomó la otra. Cuando escuchó que había una chica involucrada, una adolescente de una delgadez enfermiza y que había actuado con violencia y expertise, tuvo un ligero presentimiento. Ya no recordaba su nombre. Tampoco sentía que tuviera la obligación de hacerlo. Simplemente era una delincuente más de aquellas que conoció en un interrogatorio, o desfilando por tribunales, y que salía libre doce horas después de su detención.

Pero cuando la vio la reconoció enseguida, aun cuando tenía una parte del rostro contra el suelo tapado de periódicos, en esa habitación inmunda de aquel bloque de departamentos abandonado, perdido en la periferia de la capital. Los ojos entrecerrados, secos como un pescado, el cerebro cocido sin remedio. Parecía muerta; pero no. Era sólo ese estado de inconciencia producto de la sobredosis. Su antebrazo destrozado aún tenía las marcas, las mismas por donde entraron todas las enfermedades que la estaban destruyendo de a poco y dolorosamente por dentro.

El ambiente era de patética celebración; una botella de ron vacía, latas de cerveza y restos de droga en una pequeña bolsa tirada en el suelo que de seguro no pudo inyectarse por no tener la fuerza suficiente para hacerlo.

El comisario se quedó mirándola por un largo rato, esperando algo, sin saber qué; o quizá negándose a sí mismo algún sentimiento de compasión. De seguro había un culpable más allá de los muros, alguien que debería estar en la cárcel pagando por todo esto, pero no habiendo nadie más alrededor se centró en la otra habitación y aquellos pies de hombre que asomaban acostados apuntando hacia arriba: eran las mismas zapatillas que describió el dueño de la tienda asaltada.

Stavros se encaminó hacia él, mientras ese vago sentimiento de humanidad empezaba a desaparecer.

Esta parte era peor que la otra. Un olor a vómito de alcohol lograba impregnarse en el alma. Toda clase de desperdicios estaban esparcidos por el suelo, así que una bolsa negra de basura a un costado sólo significaba una cosa. Stavros la revisó con el pie y comprobó que aún guardaba algunos billetes. Se quedó pensativo. ¿Valía la pena regresar con la policía? Este par de pendejos mugrientos estarían libres mañana antes del mediodía, o en el mejor de los casos pasarían tres meses en prisión preventiva, sólo para salir deseosos a buscar dinero y seguir metiéndose drogas y alcohol. Aquí, en este lugar, y en ese estado, parecían indefensos, pero él lo sabía: eran un peligro que tarde o temprano acabarían matando a algún inocente, una víctima que sólo recibiría una mención de quince segundos en las noticias de la televisión con un gordo pajero sentado al otro lado de la pantalla comentando un “Qué terrible”, para después pasar de canal buscando las informaciones deportivas.

Stavros no iba a dejar que eso pasara. Estaba tan convencido de ello que, en todo momento, durante el transcurso de sus cavilaciones, no dejó de hurgar en la oscuridad, incluso revisando el cuerpo inmóvil de aquel sujeto en el suelo hasta que, finalmente, su interés se desvió a sus zapatillas. Hizo una mueca de indecisión y luego una de resignación; acto seguido le tomó el pie derecho y desató el cordón; se incorporó sólo para llegar al otro extremo de su cuerpo; se agachó otra vez, se envolvió los extremos del cordón en cada mano, le rodeó el cuello con una vuelta y, luego de una bocanada corta de aire, jaló con fuerza hacia cada lado. Resultó más difícil de lo que había planeado. El sujeto levantó la cabeza de un sobresalto, llevándose las manos al cuello; como Stavros estaba inclinado y forcejeando, su propia cabeza estaba muy cerca de la otra, recibiendo algunos golpes de pasada, en medio de las exhalaciones nauseabundas de aquel desgraciado. Desde afuera de la habitación sólo asomaban los pies, agitándose con desesperación en todas direcciones, hasta que, lentamente, la resistencia comenzó a decrecer, los músculos se tensaron por última vez y dejaron de moverse, exánimes.

Desde aquel lugar, y probablemente desde todo el edificio, sólo se escuchaba la respiración agitada de Stavros, que sudaba más que un caballo, con las manos adoloridas y temblorosas. Tenía mucha sed. Haciendo un esfuerzo trató de recobrar la compostura. Calmó su agitación y salió de la habitación, con una ligera sensación de malestar. Se limpió la cara con el brazo y luego respiró profundo un par de veces mirando hacia arriba.

A esas alturas ya estaba claro de que había acabado sólo con la mitad del problema.

Cerró los ojos para pensar mejor. Los abrió casi de inmediato. Se acercó a la chica y se inclinó. De muy mala gana percibió que su convicción inicial empezaba a flaquear, así que decidió actuar rápido. Tomó una jeringa usada del piso. Dudó otra vez. Su rostro se volvió tenso de pura molestia. Agitó rápido la cabeza para sacudir sus remordimientos, llenó la jeringa de aire y tomó el brazo de la chica, lleno de tatuajes baratos, cicatrices y punciones recientes con sangre seca. Stavros no quería mirar su rostro pero lo hizo. Y en ese instante no quiso hacerlo; sólo por lástima, por esa persona que el mundo abandonó apenas después de nacer. Pero comprendió a continuación que dejarla con vida no le haría un favor, ni a ella ni a nadie, y que desde luego había un culpable allí afuera, uno que tendría que pagar por todo esto. Fue ese odio súbito el que le animó a hundirle la aguja y presionar la jeringa hasta el final. Sin obtener una sola reacción. Esperó unos segundos y nada pasó. Pero ya estaba hecho. Se levantó, limpió el tubo plástico y lo dejó caer.

Empezó a sentir una sofocación insoportable y caminó rápido a la salida.

FiN


Stavros #2 (Policial): Pacto de Silencio



La oportunidad a tus pies.

El Volvo del comisario Stavros apareció en medio de la bruma nocturna, deslizándose sigilosamente por la calle como si temiera llamar la atención. El barrio era de clase media alta, en un buen sector de la capital y tranquilo durante la noche, donde las casas disponían de amplio espacio y antejardín. Se estacionó detrás de la patrulla de la policía, y lo primero que llamó su atención fue que tuviera las luces y balizas apagadas. A un costado, lo esperaban los oficiales Santiago y Peña, que terminaron su acalorada pero contenida discusión de forma abrupta.

—Espero que valga la pena, Santiago —se quejó el comisario mientras se acercaba—. Son las tres de la mañana.

—Me dijo que llamara si salía algo importante, comisario —dijo el oficial, para luego presentar a su acompañante—. El oficial Peña.

—¿Qué tan importante? —prosiguió Stavros después de asentir a modo de saludo y mientras sacaba un cigarrillo que encendió a continuación.

El oficial Santiago señaló una casa a mitad de la cuadra, a poco más de cien metros de su posición, que tenía cuatro escalones con una columna a cada costado antes de llegar a la puerta.

—Julio Camacho.

El comisario lo miró con extrañeza, incrédulo.

—Me está jodiendo, ¿verdad?

—Una mujer llamó, presentó una denuncia por violencia intrafamiliar y dio ese nombre como su agresor.

—¿Está seguro?

—Julio Camacho —ratificó.

El comisario miró hacia la casa, con algo de estupor.

—¿Ya confirmó?

—Lo esperé a usted.

—¿Y qué averiguó?

—Eché un vistazo al interior del patio. Hay un Toyota gris que coincide con la única pista que dijo usted que tenía.

—Mierda —soltó el comisario pasándose la mano por la parte inferior de la cara, asimilando la información—. Tiene que ser él. ¿Verificó si tiene escolta?

—Dimos vuelta a la cuadra antes de estacionarnos. El perímetro está despejado.

Stavros permaneció pensativo por un instante. De pronto, su semblante reveló una súbita ocurrencia. Miró a su alrededor. No podía ver más allá de una cuadra y las luminarias apenas llegaban a tocar el húmedo asfalto. Sabía que la ocasión se presentaba favorable.

—Deberíamos dejarlo a la brigada antinarcóticos —intervino por fin el oficial Peña, que seguía sin entender por qué tenía que ser él quien propusiera lo evidente—. No sé qué estamos esperando sin hacer nada.

—¿Usted no le explicó? —le dijo el comisario al oficial Santiago con un extraño tono de complicidad.

—No está muy convencido.

El comisario se centró en el oficial Peña por primera vez desde su llegada. Un contratiempo que debía resolver rápido.

—Sabe que Camacho es uno de los grandes, ¿verdad? —le dijo con sutileza para no inquietarlo.

—Por supuesto que sí.

—No creo que lo tenga muy claro —insinuó el oficial Santiago, que comulgaba en gran parte con el pragmatismo del comisario.

—Sólo sé que tengo que seguir el procedimiento y hacer lo correcto —afirmó su colega a modo de defensa.

El comisario apagó su cigarrillo en el suelo, se alejó un poco y lo llamó con una seña. El oficial Peña se le acercó.

—¿Sabe lo que va a ganar haciendo lo correcto, oficial?... Nada —sentenció el comisario—. Déjeme decirle lo que la justicia ha hecho por ese simio hijo de puta: lo investiga de hace dos años y no ha conseguido ni una sola prueba que lo lleve a juicio. La policía lo conoce y él lo sabe; sabe que lo investigan así que no se mancha las manos y actúa a través de terceros; sabe que lo buscan así que cambia de coche, teléfono, casa, horarios y rutas; no hay lugares que frecuente más de dos veces seguidas y siempre llegamos con un día de retraso; no ha habido forma de agarrarlo ni de conectarlo directamente con algún ilícito, y esta noche, gracias a Dios Todopoderoso que nos concede este puto milagro, Camacho asoma la nariz; pero usted quiere «hacer lo correcto», y mandarlo a la justicia por una mugrosa denuncia de violencia intrafamiliar. Déjeme decirle cómo va a terminar esa historia: lo van a detener, lo van mandar a control de detención por la mañana, el juez de garantía va a decretar una medida cautelar que se va a pasar por el culo y va a desaparecer otra vez. Sabe de lo que estoy hablando, ¿cierto? —Hizo una pausa para que el oficial lo procesara bien y luego se acercó con intención persuasiva—. No podemos darle otra oportunidad a ese perro. Camacho tiene que morir hoy; esta noche… Ahora.

—¿Qué? —balbuceó el oficial Peña dando un paso atrás.

El comisario se mantuvo allí sin quitarle la mirada de encima. No era una mirada agresiva o intimidatoria; era de una ansiedad entremezclada con la más férrea determinación de alguien que conocía bien la infamia.

—¿Escuchaste lo que dijo? —preguntó incrédulo el oficial Peña a su colega.

—Entendí lo que dijo —aclaró el oficial Santiago—. Y en lo que a mí respecta Camacho se puede ir al infierno.

El oficial Peña lo miró con asombro.

—¿Te volviste loco?

—Su colega sabe lo que está en juego  —dijo el comisario.

A pesar de que el semblante del oficial Peña se mantenía incólume, él mismo se sorprendía de que no fuera la vida de Camacho lo que le importaba sino el temor de verse involucrado en un crimen y las posibilidades de ser descubierto. Aun así, sentía que era su obligación actuar con apego irrestricto al procedimiento.

—El sospechoso tiene que ser detenido y quedar a disposición de la fiscalía para un interrogatorio —pronunció con un débil tono de seguridad.

—Pensé que estaba prestando atención —pareció quejarse el comisario.

—No va a sacar nada con matarlo —contrapuso el oficial Peña, impresionado de verse envuelto en aquella discusión—. Sabemos que el tipo maneja sólo una parte del sector poniente de la capital. Si lo quita del mapa, el resto de traficantes se va a pelear su tajada y en un solo día se van a repartir su territorio.

—Ese no es el punto.

—¿Cuál es el punto? —exclamó el policía.

—Es la lucha antidroga —le respondió el comisario en igual tono—. Estamos pisando mierda, oficial Peña, todos aquí en este lugar, y la única forma de abrirse paso es seguir pisando mierda hasta salir.

—Eso no lo hace un policía.

—La policía pone el culo en la calle, y francamente ya me cansé de ver cómo funciona la justicia en tribunales. Camacho es un delincuente y su impunidad se tiene que terminar.

El oficial Peña sudaba frío por las sienes, preso de la angustia y los nervios.

—No voy a meter las manos en esto —dijo luego con acento definitivo.

—No necesito sus manos —le aclaró el comisario—, necesito su lealtad. No conmigo ni con su colega, ni siquiera con el sistema: su lealtad con la justicia. —El oficial Peña bajó la mirada—. El resto déjelo por mi cuenta.

El oficial Santiago percibió que su colega se debatía en una disputa interna angustiosa y, como buen amigo que era desde que lo vio llegar como novato hace seis meses, trató de prestarle apoyo en aquel momento de indecisión.

—El oficial está confundido —le dijo al comisario—, pero lo conozco bien y sé que está de nuestra parte.

—Eso espero —manifestó el comisario y luego consultó su reloj. El tiempo volaba. Levantó la mirada y miró alrededor, hasta que una honda respiración pareció darle ánimos.

El oficial Santiago lo observaba, esperando alguna señal, que un instante después recibió con un gesto sutil.

—Mantenemos la denuncia por violencia intrafamiliar —confirmó el policía, dando a conocer el plan—; Camacho se volvió loco, estaba armado, quería matar a la mujer y nosotros lo matamos a él. Fin del asunto.

—Me parece bien —dijo el comisario luego de asentir conforme y presto a encaminarse.

El oficial Peña se mantenía inmóvil y en silencio.

—Peña, quédate en la patrulla —le conminó su colega al verlo en ese estado. Se dirigió a continuación al comisario—. Llamo a la puerta y me hago a un lado de la entrada.

El comisario volvió a asentir.

—Peña —repitió el oficial Santiago a su colega, que levantó la mirada con un ligero sobresalto y que, luego de observar aquellas dos miradas expectantes, regresó obediente a la patrulla, abordó por el lado del copiloto y se quedó sentado a la espera de que todo terminara lo más pronto posible, mientras el oficial Santiago se dirigía hacia la supuesta guarida de Camacho, en compañía del comisario que volvía a examinar con la mirada el resto de las casas cercanas. Las edificaciones estaban bien iluminadas pero por suerte las calles se mantenían bajo un manto de relativa oscuridad que favorecía la ejecución del plan.

—Evite las distracciones —le aconsejó el comisario al policía.

—Entendido —contestó éste, algo inquieto mientras sacaba su arma de servicio y se la entregaba al comisario. Todo debía parecer un procedimiento ordinario.

Al llegar el oficial subió los escalones y tocó al timbre. El comisario se apostó a un costado para quedar fuera del alcance del visor de la puerta. Tratándose de una llamada por violencia intrafamiliar el oficial actuó siguiendo el protocolo.

—¡Es la policía! —se anunció—. Abra la puerta, por favor. —Se llevó la mano a la funda de su pistola, olvidando que ya no la tenía consigo. Esperó un poco y alguien comenzó a destrabar la puerta. En ese instante el oficial se retiró y bajó raudo los escalones, mientras el comisario Stavros tomaba su lugar, con el revólver en la mano. Cuando la puerta finalmente se abrió, éste la empujó sin esperar a que alguien se asomara, traspasó el umbral y se detuvo en una especie de sala de espera bien iluminada que conectaba con ambos lados de la casa; se encontró allí con la mirada temerosa de una mujer joven, pelo rubio teñido y uñas largas color rosa que le daban un aspecto de prostituta; tenía además algunas magulladuras en la cara que fue lo que menos le importó.

—¿Dónde está Camacho? —preguntó con sangre fría. La mujer advirtió el arma y alcanzó a esbozar una expresión de sorpresa, al tiempo que alguien más aparecía por el costado derecho, viniendo desde el comedor. Era éste un tipo de buen porte, cincuentón, medio calvo y cejas gruesas sobre un rostro bien afeitado pero tosco, de estómago amplio pero fuerte, vestido con pijama y una bata encima. Su mirada fruncida y boca semiabierta torcida parecía exigir una explicación. Stavros lo reconoció en seguida.

—Hola, Julio —saludó esbozando una sonrisa y apuntándole con el arma.

Estaba ante el narcotraficante jefe del sector más importante de la zona poniente.

—Pero, qué, hijo de la grandísima… —fue lo último que el tipo alcanzó a balbucear antes de que una bala le reventara la cabeza y esparciera sus sesos por las paredes y el piso. El disparo se escuchó como un golpe seco en el exterior de la casa; el oficial Santiago apresuró el paso en dirección a la patrulla mientras el oficial Peña, en su interior, bajaba la cabeza y oprimía los dientes con fuerza. La mujer, en tanto, apenas alcanzó a reaccionar; miró a Camacho en el suelo, muerto como el perro que era, y luego dirigió la mirada hacia el comisario, tomó una bocanada de aire y exhaló un grito de espanto que Stavros alcanzó a frenar con la mano para luego empujarla hacia atrás. Acto seguido la tomó del pelo forzándola a arrodillarse mientras le ponía el cañón de la pistola dentro de la boca.

—¿Viste lo que hice, perra? —le dijo el comisario a la rubia moviéndose nerviosamente, casi desquiciado, mientras ella sollozaba, tratando inútilmente de zafarse—. Maté a Julio Camacho y me importó una mierda, ¿lo notaste? —añadió jactancioso, siguiendo su plan al pie de la letra—. ¿Cuánto crees que me va costar volarte la cabeza ahora? ¿Eh? ¡Dime! —exclamó amenazante, mientras ella gemía desesperada entre lágrimas. El comisario se inclinó para mostrarle su mirada—. Sólo hay una cosa que quiero saber —agregó— y me la vas a decir ahora.

El segundo disparo se escuchó dos minutos después del primero, y esta vez los dos oficiales en la patrulla dieron un ligero sobresalto, cada uno más sorprendido que el otro. Cuando el oficial Peña lo comprendió su rostro se descompuso y se tomó la cabeza. El oficial Santiago también soltó un gesto de lamentación.

—Puta madre —murmuró.

La espera se hizo eterna pero fueron sólo unos segundos para que el comisario Stavros saliera de la casa y caminara de regreso a su coche, no sin antes acercarse a la patrulla por el lado del conductor para despedirse.

—El asunto fue que Camacho estaba armado y mató primero a la chica —les dijo, como reconociendo el cambio de planes a última hora, mientras le devolvía el arma al oficial Santiago, que lo seguía mirando estupefacto—. Sigan con el resto del procedimiento, mantengan la boca cerrada y no habrá problemas —Hizo ademán de alejarse pero volvió en seguida—. Oficial Peña —quiso agregar para estar seguro—, ese hijo de puta está muerto, se hizo justicia y es lo importante. Nunca lo olvide. —Asintió como despedida y se alejó.

La noche pareció volverse aún más oscura. El coche del comisario encendió su motor y comenzó a retroceder con el mismo sigilo de su llegada hasta perderse en medio de la bruma.



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Stavros #1 (Policial): La lucha Antidroga



Las redes de droga en lo profundo de la ciudad, oscura, sucia y llena de personajes insignificantes.

Cuando llegaron a la vieja casa de ese sector abandonado la puerta estaba semiabierta. El comisario Stavros la empujó cautelosamente con su revólver mientras el detective Fredes, también armado, esperaba detrás. Luego de ingresar con sigilo observaron que el desorden era reciente; el alcohol apenas había parado de esparcirse por el piso y se había mezclado con la sangre de los dos cuerpos masculinos que yacían en el centro de la habitación y que a simple vista evidenciaban una ejecución certera y contundente a balazos. A una seña de Stavros ambos policías recorrieron el resto del lugar y al cabo de un minuto regresaron enfundando sus armas. Esta vez pudieron recorrer el escenario con más calma: no había otro mobiliario que un par de sillas y una mesa de centro junto a un gran sofá marrón apoyado contra la pared. Esparcidos sobre esta mesa y también por el piso y los cuerpos, restos de polvo blanco de la mercancía que ya no estaba. Sólo para tener certeza absoluta, el detective Fredes se agachó y pasó el dedo por el piso.

—Una quitada o una venganza —elucubró luego de revisar su mano—. En ese mismo orden.

—Hace diez minutos, máximo —agregó Stavros con resignación—. Suficientes para desaparecer en este sector de la ciudad.

Se acercaron al primero de los cuerpos y se quedaron observándolo; tenía los ojos abiertos pero inertes y un agujero en la parte superior de la frente.

—Es Carvajal —confirmó Fredes, e hizo una pausa contemplativa—. Dos años detrás de este hijo de puta —agregó después con desprecio—. Es bueno saber que le dieron lo suyo.

Pero luego, al desviar su mirada al costado, notó algo en el otro sujeto cuyo rostro se escondía bajo una capa de sangre.

—¿Comisario? —llamó con asombro. Ambos rodearon el segundo cuerpo—. Es Ordoñez —señaló—. Carlo Ordoñez, su informante.

Stavros se acercó con mirada fría y luego de reconocerlo asintió con igual semblante.

—Supongo que tendré que buscarme otro —fue todo lo que dijo casi con indiferencia.

—Carajo —masculló el detective.

—Pide una ambulancia, Fredes —ordenó el comisario—. Diles que son dos para la morgue. Y avísale al resto de la policía.

El detective echó una última mirada a los dos sujetos en el piso y salió de la casa. El comisario Stavros, en tanto, se quedó de pie observando el lugar con extraña impaciencia. Esperó un poco antes de acercarse e inclinarse junto al cuerpo de Ordoñez. Algo dubitativo al principio, y luego con resolución, empezó a registrarlo buscando algo en los bolsillos de la camisa y la chaqueta hasta que, de súbito, su mano se detuvo, atrapada entre los dedos de Ordoñez que exhaló un alarido agonizante envuelto en un chorro de sangre. Stavros profirió un grito de horror dando un salto hacia atrás que lo hizo caer sentado. Se levantó con rapidez y se quedó respirando agitadamente.

—¡Mierda, Ordoñez! —soltó aún sin salir de su estupor—. ¡Se supone que estabas muerto! —exclamó con asombrosa familiaridad y una sincera contrariedad. Luego revisó la puerta de entrada, por temor a que alguien más pudiera verlos; acto seguido regresó con su improvisado acompañante, que no le quitaba la vista de encima aunque no podía articular una sola palabra; intentó ponerse de costado para escupir el resto de sangre que le bloqueaba la garganta pero Stavros lo empujó con el pie y lo dejó nuevamente de espaldas contra el suelo, provocándole otro quejido de dolor. Luego el comisario reanudó el registro anteriormente interrumpido.

—Sabes por qué lo hice, ¿no es cierto? —le decía Stavros mientras lo revisaba hurgando en los bolsillos de sus pantalones. Bajando al tobillo derecho descubrió una pistola pequeña escondida dentro del calcetín—. Les dije a esos idiotas que te revisaran bien —se quejó con descaro. Guardó el arma y se puso de pie. La expresión del comisario en ese momento era la de quien se hallaba en un problema tan inesperado como indeseado.

—Teníamos un trato, ¿te acuerdas? —dijo después, mientras se paseaba inquieto—. Yo te daba las armas y tú me dabas los traficantes.

Después miró nuevamente hacia la entrada y, ya tomando una decisión, se le acercó y lo presionó con su zapato en el cuello, provocando que Ordoñez soltara una exhalación gutural casi inaudible.

—Pero quisiste traicionarme —agregó con desprecio—. Tú, cobarde —y presionó más fuerte mientras Ordoñez hacía débiles intentos con sus manos por liberarse de aquella horrible agonía—. ¿En qué estabas pensado?... —siguió reprochándole el comisario con una consternación que le daba un semblante enfermizo. Lo miró con atención—. ¿Yo me iba a la cárcel y tú a un programa de protección a testigos?...

Stavros sonrió irónico. Negaba nerviosamente con la cabeza. Se inclinó aún más sobre el cuerpo de su víctima.

—¡No podías sacarte este problema de encima! —exclamó—. ¡Un pobre diablo como tú no tiene esa alternativa! —y se señaló con un par de palmadas en el pecho—. ¡Yo era tu única opción!

Sin siquiera notarlo sacó su pie del cuello de Ordoñez y lo dejó respirar por unos segundos, aunque estaba claro que se trataba sólo de las exhalaciones de un moribundo. Absorto en sus cavilaciones, Stavros murmuraba maldiciones pero desde un comienzo ya sabía cómo terminaría aquella escena: respiró hondo y miró a Ordoñez con una expresión de falsa lástima que éste auguró como su final, así que volvió la mirada hacia el techo y cerró los ojos, antes de que el zapato de Stavros volviera y terminara por ahogarlo.

—Piensa positivo, Ordoñez —le dijo el comisario cuando ya no sentía resistencia alguna bajo su pie—. Te vas a ir directo al cielo… por ingenuo.

El detective Fredes regresó cuando nada hacía sospechar aquel suceso reciente. El comisario Stavros se veía tranquilo, con cierta sensación de alivio. La autopsia revelaría que Carlo Ordoñez murió por asfixia; pero quién carajos iba a sospechar del comisario estrella de la lucha antidroga.

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