Las apariencias engañan.
La divisó desde lejos y le
pareció cara conocida. No supo exactamente quién, pero tuvo un mal
presentimiento y volteó para alejarse rápido del tribunal civil. Demasiado
tarde; con ese traje formal impecable gy ese bolso de cuero de marca, la
anciana Julia Rojas lo reconoció de inmediato: el abogado Inocencio Duarte no
pasaba inadvertido, aun cuando se esforzara ingenuamente por hacerlo.
—¿Abogado? —exclamó ella, que
había apurado el paso hasta alcanzarlo, portando un manojo de papeles en su
mano.
Duarte hizo una expresiva pero
inaudible mueca de fastidio antes de detenerse y mostrarle a ella su mejor
cara.
—¡Hey! —soltó a modo de saludo. No
recordaba su nombre—. ¿Cómo le va? —dijo con fingida amabilidad mientras echaba
un vistazo a su celular, para disimular su asombro.
—Vengo del tribunal —empezó a
decir ella con un ligero tono de angustia— y me entregaron estos papeles, pero
usted no me informó de nada.
El abogado arqueó las cejas y
tomó las hojas. Lo primero era verificar el nombre.
—Bueno —decía mientras trataba
de leer rápido para entender de qué carajos estaba hablando esa vieja—, usted
ya sabe, señora… Julia —y recordó: una tercería de posesión. Levantó otra vez
la mirada—. No hay necesidad de molestarla con trámites que no va a entender.
—Pero es la sentencia
—contrapuso la anciana—, el caso se resolvió la semana pasada.
—Sí, es verdad —reconoció el
abogado, sintiendo una ligera opresión en el pecho y centrándose en la última
página, siempre con fingida indiferencia. En efecto, la sentencia había sido
pronunciada la semana anterior, y en su parte resolutiva el tribunal rechazaba
todas las pretensiones de su cliente—. Pero tiene que entender que un juicio no
se resuelve con una sentencia de primera instancia —adujo sintiendo un ligero—;
hay recursos, señora Julia, acciones de reclamo que se pueden interponer en
contra de esta sentencia, y que yo mismo he estado analizando con todo cuidado
estos últimos días.
La mujer, a su vez, mantenía las
cejas taciturnas, con un talante que llamaría a la compasión de cualquier
persona que no fuera Inocencio Duarte.
—¿Y qué va a pasar con las muebles
de mi casa? —preguntó luego de una pausa—. Usted me dijo que no podían
embargarme por las deudas de mi hijo.
—Eso fue lo que dije —contestó
Duarte mientras seguía recibiendo de ella pistas del caso: aquel vago de mierda
se dedicó a coleccionar tarjetas de crédito de casas comerciales mientras
estaba en la universidad, pero como no tenía dónde caerse muerto registró como
domicilio el de sus padres, mismo lugar donde notificaron la demanda por sus
deudas impagas; el abogado trató de zafar del embargo a través de una tercería
de posesión, donde debía probar que los bienes de aquella casa eran del uso
ordinario de los padres y no del idiota que tenían por hijo. Esta clase de
juicios es muy común cuando se trata de cobro de deudas, y los abogados, en
general, suelen manejar un gran número de ellos al mismo tiempo; el problema
era que no representaban grandes dividendos, ni aun en caso de ganarlos, y, lo
peor de todo, resultaban increíblemente burocráticos y tediosos, pero
tratándose de alguien tan presuntuoso como Duarte, siempre eran una buena fuente
de recursos.
—Entonces, ¿qué? —inquirió expectante la mujer, ante el silencio
desvergonzado del abogado—. ¿Va a presentar un reclamo?
—Se llama recurso de apelación
—aclaró Duarte mientras echaba otro vistazo a los papeles, luego de recordar
algo que le inquietó; al cabo de un segundo sus sospechas se confirmaron, su
mirada se descompuso pero disimuló rápido—. ¿Tiene dinero para pagar la segunda
instancia? —preguntó a continuación.
Julia Rojas cruzó las manos con
desazón. Duarte percibió la debilidad y la aprovechó como un animal sobre la
presa herida. Primero le lanzó una sutil mirada de recriminación y luego tornó
a una actitud compasiva.
—Esto es lo que va a pasar,
señora Julia —comenzó a decir el letrado como si hubiera tomado una decisión—;
lo he visto cientos de veces y he presenciado cómo abogados sin escrúpulos no
se cansan de desangrar a sus clientes prometiéndoles lo que no pueden conseguir.
—Dobló los papeles en dos y se los devolvió—. Este juicio se perdió por falta
de pruebas, ¿lo recuerda? —Julia Rojas mostró una confusión evidente—. Usted me
dijo que no tenía las facturas de los muebles…
—Le dije que las tenía —precisó
ella— pero se borraron.
—Eran papeles en blanco. No
tienen valor probatorio.
—Pero usted presentó testigos; a
mi vecina y mis dos amigos.
—Y la presentación no se puede
objetar, señora Julia. Sus testigos dijeron todo lo que les dije y lo hicieron
bien. El problema es que el tribunal estimó la prueba como insuficiente; pasa
de vez en cuando y nos pasó a nosotros. Ahora…
—Pero no puedo perder mis
muebles —dijo la mujer al borde de la desesperación—. Son todo lo que tengo.
—No es tan así, señora Julia —objetó
Duarte aprovechando la ocasión—, y por lo mismo le recomiendo no apelar.
Julia Rojas no entendía un
carajo. Duarte se apresuró a quitarse esa mirada de encima.
—Son muebles, señora Julia
—quiso tranquilizarla—. Las cosas materiales van y vienen; a lo más está
sacrificando un valor sentimental, pero créame que lo va a superar; preocúpese
más por ese pendejo que tiene por hijo en la universidad y recuerde que aún
tiene un lugar donde vivir. Su casa y su salud —añadió como el mejor charlatán—
son sus mejores posesiones y debe dar gracias a Dios por eso.
Julia Rojas bajó la mirada,
triste al darse cuenta de que tendría que empezar a resignarse.
—Entonces —dijo ella a
continuación—, ¿no va a apelar?
—Es mi opinión profesional
—expresó Duarte. Miró su reloj a continuación, un poco impaciente, luego a
Julia Rojas que seguía en un estado de sopor—. Dígame usted, si yo fuera un
abogado sin conciencia social, no tendría ningún problema en hacerle firmar una
letra de pago y endeudarla de nuevo, con lo que costó que me pagara la primera.
Usted y su hijo quedarían peor que antes, porque, y esto se lo digo aquí y
ahora: no va a ganar ese recurso de apelación. Se lo digo por experiencia, no
va a ganar —recalcó.
En ese preciso instante el
abogado Franco Mackenna pasaba por allí luego de salir de tribunales. No vio a Duarte
pero éste sí lo vio y se apresuró a deshacerse de la anciana inútil.
—Olvide esa apelación, señora
Julia —le dijo mientras se alejaba con una gran sonrisa falsa que contrastaba
con el rostro perplejo de su cliente—. ¡Hey, Franco! —se acercó saludando a su
colega. Éste se sorprendió un poco con aquella aparición.
—¿Duarte? —dijo sin detenerse—.
¿Qué haces aquí?
—Tengo que salir a la luz de vez
en cuando —respondió mirando con sospechosa cautela a su alrededor y
acomodándose los anteojos de sol.
—Tuvo que ser algo importante.
—Falsa alarma —reconoció Duarte con
una mueca de molestia—. ¿Tienes cuarenta que me prestes? —soltó de improviso—.
Es para el receptor judicial.
—Te conozco mucho mejor que esa
mujer —le espetó Franco refiriéndose a aquella anciana que se alejaba cabizbaja
en sentido contrario—. ¿Escuché bien o le dijiste que se olvidara de apelar? ¿Desde
cuándo rechazas cobrar una audiencia?
—Perdió todos los muebles en la
tercería de posesión —dijo Duarte displicente—. Ni siquiera tiene cómo pagarme.
Suspiró de mala gana y siguió
caminando en silencio. Franco le dio una mirada fugaz y lo comprendió todo.
—Y se te pasó el…
—Y se me pasó el plazo para
apelar —reconoció Duarte mientras Franco movía la cabeza en señal de reproche.
FiN