lunes, 22 de enero de 2018

Stavros #2 (Policial): Pacto de Silencio



La oportunidad a tus pies.

El Volvo del comisario Stavros apareció en medio de la bruma nocturna, deslizándose sigilosamente por la calle como si temiera llamar la atención. El barrio era de clase media alta, en un buen sector de la capital y tranquilo durante la noche, donde las casas disponían de amplio espacio y antejardín. Se estacionó detrás de la patrulla de la policía, y lo primero que llamó su atención fue que tuviera las luces y balizas apagadas. A un costado, lo esperaban los oficiales Santiago y Peña, que terminaron su acalorada pero contenida discusión de forma abrupta.

—Espero que valga la pena, Santiago —se quejó el comisario mientras se acercaba—. Son las tres de la mañana.

—Me dijo que llamara si salía algo importante, comisario —dijo el oficial, para luego presentar a su acompañante—. El oficial Peña.

—¿Qué tan importante? —prosiguió Stavros después de asentir a modo de saludo y mientras sacaba un cigarrillo que encendió a continuación.

El oficial Santiago señaló una casa a mitad de la cuadra, a poco más de cien metros de su posición, que tenía cuatro escalones con una columna a cada costado antes de llegar a la puerta.

—Julio Camacho.

El comisario lo miró con extrañeza, incrédulo.

—Me está jodiendo, ¿verdad?

—Una mujer llamó, presentó una denuncia por violencia intrafamiliar y dio ese nombre como su agresor.

—¿Está seguro?

—Julio Camacho —ratificó.

El comisario miró hacia la casa, con algo de estupor.

—¿Ya confirmó?

—Lo esperé a usted.

—¿Y qué averiguó?

—Eché un vistazo al interior del patio. Hay un Toyota gris que coincide con la única pista que dijo usted que tenía.

—Mierda —soltó el comisario pasándose la mano por la parte inferior de la cara, asimilando la información—. Tiene que ser él. ¿Verificó si tiene escolta?

—Dimos vuelta a la cuadra antes de estacionarnos. El perímetro está despejado.

Stavros permaneció pensativo por un instante. De pronto, su semblante reveló una súbita ocurrencia. Miró a su alrededor. No podía ver más allá de una cuadra y las luminarias apenas llegaban a tocar el húmedo asfalto. Sabía que la ocasión se presentaba favorable.

—Deberíamos dejarlo a la brigada antinarcóticos —intervino por fin el oficial Peña, que seguía sin entender por qué tenía que ser él quien propusiera lo evidente—. No sé qué estamos esperando sin hacer nada.

—¿Usted no le explicó? —le dijo el comisario al oficial Santiago con un extraño tono de complicidad.

—No está muy convencido.

El comisario se centró en el oficial Peña por primera vez desde su llegada. Un contratiempo que debía resolver rápido.

—Sabe que Camacho es uno de los grandes, ¿verdad? —le dijo con sutileza para no inquietarlo.

—Por supuesto que sí.

—No creo que lo tenga muy claro —insinuó el oficial Santiago, que comulgaba en gran parte con el pragmatismo del comisario.

—Sólo sé que tengo que seguir el procedimiento y hacer lo correcto —afirmó su colega a modo de defensa.

El comisario apagó su cigarrillo en el suelo, se alejó un poco y lo llamó con una seña. El oficial Peña se le acercó.

—¿Sabe lo que va a ganar haciendo lo correcto, oficial?... Nada —sentenció el comisario—. Déjeme decirle lo que la justicia ha hecho por ese simio hijo de puta: lo investiga de hace dos años y no ha conseguido ni una sola prueba que lo lleve a juicio. La policía lo conoce y él lo sabe; sabe que lo investigan así que no se mancha las manos y actúa a través de terceros; sabe que lo buscan así que cambia de coche, teléfono, casa, horarios y rutas; no hay lugares que frecuente más de dos veces seguidas y siempre llegamos con un día de retraso; no ha habido forma de agarrarlo ni de conectarlo directamente con algún ilícito, y esta noche, gracias a Dios Todopoderoso que nos concede este puto milagro, Camacho asoma la nariz; pero usted quiere «hacer lo correcto», y mandarlo a la justicia por una mugrosa denuncia de violencia intrafamiliar. Déjeme decirle cómo va a terminar esa historia: lo van a detener, lo van mandar a control de detención por la mañana, el juez de garantía va a decretar una medida cautelar que se va a pasar por el culo y va a desaparecer otra vez. Sabe de lo que estoy hablando, ¿cierto? —Hizo una pausa para que el oficial lo procesara bien y luego se acercó con intención persuasiva—. No podemos darle otra oportunidad a ese perro. Camacho tiene que morir hoy; esta noche… Ahora.

—¿Qué? —balbuceó el oficial Peña dando un paso atrás.

El comisario se mantuvo allí sin quitarle la mirada de encima. No era una mirada agresiva o intimidatoria; era de una ansiedad entremezclada con la más férrea determinación de alguien que conocía bien la infamia.

—¿Escuchaste lo que dijo? —preguntó incrédulo el oficial Peña a su colega.

—Entendí lo que dijo —aclaró el oficial Santiago—. Y en lo que a mí respecta Camacho se puede ir al infierno.

El oficial Peña lo miró con asombro.

—¿Te volviste loco?

—Su colega sabe lo que está en juego  —dijo el comisario.

A pesar de que el semblante del oficial Peña se mantenía incólume, él mismo se sorprendía de que no fuera la vida de Camacho lo que le importaba sino el temor de verse involucrado en un crimen y las posibilidades de ser descubierto. Aun así, sentía que era su obligación actuar con apego irrestricto al procedimiento.

—El sospechoso tiene que ser detenido y quedar a disposición de la fiscalía para un interrogatorio —pronunció con un débil tono de seguridad.

—Pensé que estaba prestando atención —pareció quejarse el comisario.

—No va a sacar nada con matarlo —contrapuso el oficial Peña, impresionado de verse envuelto en aquella discusión—. Sabemos que el tipo maneja sólo una parte del sector poniente de la capital. Si lo quita del mapa, el resto de traficantes se va a pelear su tajada y en un solo día se van a repartir su territorio.

—Ese no es el punto.

—¿Cuál es el punto? —exclamó el policía.

—Es la lucha antidroga —le respondió el comisario en igual tono—. Estamos pisando mierda, oficial Peña, todos aquí en este lugar, y la única forma de abrirse paso es seguir pisando mierda hasta salir.

—Eso no lo hace un policía.

—La policía pone el culo en la calle, y francamente ya me cansé de ver cómo funciona la justicia en tribunales. Camacho es un delincuente y su impunidad se tiene que terminar.

El oficial Peña sudaba frío por las sienes, preso de la angustia y los nervios.

—No voy a meter las manos en esto —dijo luego con acento definitivo.

—No necesito sus manos —le aclaró el comisario—, necesito su lealtad. No conmigo ni con su colega, ni siquiera con el sistema: su lealtad con la justicia. —El oficial Peña bajó la mirada—. El resto déjelo por mi cuenta.

El oficial Santiago percibió que su colega se debatía en una disputa interna angustiosa y, como buen amigo que era desde que lo vio llegar como novato hace seis meses, trató de prestarle apoyo en aquel momento de indecisión.

—El oficial está confundido —le dijo al comisario—, pero lo conozco bien y sé que está de nuestra parte.

—Eso espero —manifestó el comisario y luego consultó su reloj. El tiempo volaba. Levantó la mirada y miró alrededor, hasta que una honda respiración pareció darle ánimos.

El oficial Santiago lo observaba, esperando alguna señal, que un instante después recibió con un gesto sutil.

—Mantenemos la denuncia por violencia intrafamiliar —confirmó el policía, dando a conocer el plan—; Camacho se volvió loco, estaba armado, quería matar a la mujer y nosotros lo matamos a él. Fin del asunto.

—Me parece bien —dijo el comisario luego de asentir conforme y presto a encaminarse.

El oficial Peña se mantenía inmóvil y en silencio.

—Peña, quédate en la patrulla —le conminó su colega al verlo en ese estado. Se dirigió a continuación al comisario—. Llamo a la puerta y me hago a un lado de la entrada.

El comisario volvió a asentir.

—Peña —repitió el oficial Santiago a su colega, que levantó la mirada con un ligero sobresalto y que, luego de observar aquellas dos miradas expectantes, regresó obediente a la patrulla, abordó por el lado del copiloto y se quedó sentado a la espera de que todo terminara lo más pronto posible, mientras el oficial Santiago se dirigía hacia la supuesta guarida de Camacho, en compañía del comisario que volvía a examinar con la mirada el resto de las casas cercanas. Las edificaciones estaban bien iluminadas pero por suerte las calles se mantenían bajo un manto de relativa oscuridad que favorecía la ejecución del plan.

—Evite las distracciones —le aconsejó el comisario al policía.

—Entendido —contestó éste, algo inquieto mientras sacaba su arma de servicio y se la entregaba al comisario. Todo debía parecer un procedimiento ordinario.

Al llegar el oficial subió los escalones y tocó al timbre. El comisario se apostó a un costado para quedar fuera del alcance del visor de la puerta. Tratándose de una llamada por violencia intrafamiliar el oficial actuó siguiendo el protocolo.

—¡Es la policía! —se anunció—. Abra la puerta, por favor. —Se llevó la mano a la funda de su pistola, olvidando que ya no la tenía consigo. Esperó un poco y alguien comenzó a destrabar la puerta. En ese instante el oficial se retiró y bajó raudo los escalones, mientras el comisario Stavros tomaba su lugar, con el revólver en la mano. Cuando la puerta finalmente se abrió, éste la empujó sin esperar a que alguien se asomara, traspasó el umbral y se detuvo en una especie de sala de espera bien iluminada que conectaba con ambos lados de la casa; se encontró allí con la mirada temerosa de una mujer joven, pelo rubio teñido y uñas largas color rosa que le daban un aspecto de prostituta; tenía además algunas magulladuras en la cara que fue lo que menos le importó.

—¿Dónde está Camacho? —preguntó con sangre fría. La mujer advirtió el arma y alcanzó a esbozar una expresión de sorpresa, al tiempo que alguien más aparecía por el costado derecho, viniendo desde el comedor. Era éste un tipo de buen porte, cincuentón, medio calvo y cejas gruesas sobre un rostro bien afeitado pero tosco, de estómago amplio pero fuerte, vestido con pijama y una bata encima. Su mirada fruncida y boca semiabierta torcida parecía exigir una explicación. Stavros lo reconoció en seguida.

—Hola, Julio —saludó esbozando una sonrisa y apuntándole con el arma.

Estaba ante el narcotraficante jefe del sector más importante de la zona poniente.

—Pero, qué, hijo de la grandísima… —fue lo último que el tipo alcanzó a balbucear antes de que una bala le reventara la cabeza y esparciera sus sesos por las paredes y el piso. El disparo se escuchó como un golpe seco en el exterior de la casa; el oficial Santiago apresuró el paso en dirección a la patrulla mientras el oficial Peña, en su interior, bajaba la cabeza y oprimía los dientes con fuerza. La mujer, en tanto, apenas alcanzó a reaccionar; miró a Camacho en el suelo, muerto como el perro que era, y luego dirigió la mirada hacia el comisario, tomó una bocanada de aire y exhaló un grito de espanto que Stavros alcanzó a frenar con la mano para luego empujarla hacia atrás. Acto seguido la tomó del pelo forzándola a arrodillarse mientras le ponía el cañón de la pistola dentro de la boca.

—¿Viste lo que hice, perra? —le dijo el comisario a la rubia moviéndose nerviosamente, casi desquiciado, mientras ella sollozaba, tratando inútilmente de zafarse—. Maté a Julio Camacho y me importó una mierda, ¿lo notaste? —añadió jactancioso, siguiendo su plan al pie de la letra—. ¿Cuánto crees que me va costar volarte la cabeza ahora? ¿Eh? ¡Dime! —exclamó amenazante, mientras ella gemía desesperada entre lágrimas. El comisario se inclinó para mostrarle su mirada—. Sólo hay una cosa que quiero saber —agregó— y me la vas a decir ahora.

El segundo disparo se escuchó dos minutos después del primero, y esta vez los dos oficiales en la patrulla dieron un ligero sobresalto, cada uno más sorprendido que el otro. Cuando el oficial Peña lo comprendió su rostro se descompuso y se tomó la cabeza. El oficial Santiago también soltó un gesto de lamentación.

—Puta madre —murmuró.

La espera se hizo eterna pero fueron sólo unos segundos para que el comisario Stavros saliera de la casa y caminara de regreso a su coche, no sin antes acercarse a la patrulla por el lado del conductor para despedirse.

—El asunto fue que Camacho estaba armado y mató primero a la chica —les dijo, como reconociendo el cambio de planes a última hora, mientras le devolvía el arma al oficial Santiago, que lo seguía mirando estupefacto—. Sigan con el resto del procedimiento, mantengan la boca cerrada y no habrá problemas —Hizo ademán de alejarse pero volvió en seguida—. Oficial Peña —quiso agregar para estar seguro—, ese hijo de puta está muerto, se hizo justicia y es lo importante. Nunca lo olvide. —Asintió como despedida y se alejó.

La noche pareció volverse aún más oscura. El coche del comisario encendió su motor y comenzó a retroceder con el mismo sigilo de su llegada hasta perderse en medio de la bruma.



FiN

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Dónde Está Rubén Cruzat (Relato Policial)

¿DÓNDE ESTÁ RUBÉN CRUZAT? Parte 1 El autobús había volcado de costado y se encontraba a unos doscientos metros fuera de la carr...