lunes, 22 de enero de 2018

Stavros #3 (Policial): Un Día En El Paraíso


El culpable no está aquí.


Llegó allí por instinto. La investigación apuntaba en una dirección y el comisario Satvros tomó la otra. Cuando escuchó que había una chica involucrada, una adolescente de una delgadez enfermiza y que había actuado con violencia y expertise, tuvo un ligero presentimiento. Ya no recordaba su nombre. Tampoco sentía que tuviera la obligación de hacerlo. Simplemente era una delincuente más de aquellas que conoció en un interrogatorio, o desfilando por tribunales, y que salía libre doce horas después de su detención.

Pero cuando la vio la reconoció enseguida, aun cuando tenía una parte del rostro contra el suelo tapado de periódicos, en esa habitación inmunda de aquel bloque de departamentos abandonado, perdido en la periferia de la capital. Los ojos entrecerrados, secos como un pescado, el cerebro cocido sin remedio. Parecía muerta; pero no. Era sólo ese estado de inconciencia producto de la sobredosis. Su antebrazo destrozado aún tenía las marcas, las mismas por donde entraron todas las enfermedades que la estaban destruyendo de a poco y dolorosamente por dentro.

El ambiente era de patética celebración; una botella de ron vacía, latas de cerveza y restos de droga en una pequeña bolsa tirada en el suelo que de seguro no pudo inyectarse por no tener la fuerza suficiente para hacerlo.

El comisario se quedó mirándola por un largo rato, esperando algo, sin saber qué; o quizá negándose a sí mismo algún sentimiento de compasión. De seguro había un culpable más allá de los muros, alguien que debería estar en la cárcel pagando por todo esto, pero no habiendo nadie más alrededor se centró en la otra habitación y aquellos pies de hombre que asomaban acostados apuntando hacia arriba: eran las mismas zapatillas que describió el dueño de la tienda asaltada.

Stavros se encaminó hacia él, mientras ese vago sentimiento de humanidad empezaba a desaparecer.

Esta parte era peor que la otra. Un olor a vómito de alcohol lograba impregnarse en el alma. Toda clase de desperdicios estaban esparcidos por el suelo, así que una bolsa negra de basura a un costado sólo significaba una cosa. Stavros la revisó con el pie y comprobó que aún guardaba algunos billetes. Se quedó pensativo. ¿Valía la pena regresar con la policía? Este par de pendejos mugrientos estarían libres mañana antes del mediodía, o en el mejor de los casos pasarían tres meses en prisión preventiva, sólo para salir deseosos a buscar dinero y seguir metiéndose drogas y alcohol. Aquí, en este lugar, y en ese estado, parecían indefensos, pero él lo sabía: eran un peligro que tarde o temprano acabarían matando a algún inocente, una víctima que sólo recibiría una mención de quince segundos en las noticias de la televisión con un gordo pajero sentado al otro lado de la pantalla comentando un “Qué terrible”, para después pasar de canal buscando las informaciones deportivas.

Stavros no iba a dejar que eso pasara. Estaba tan convencido de ello que, en todo momento, durante el transcurso de sus cavilaciones, no dejó de hurgar en la oscuridad, incluso revisando el cuerpo inmóvil de aquel sujeto en el suelo hasta que, finalmente, su interés se desvió a sus zapatillas. Hizo una mueca de indecisión y luego una de resignación; acto seguido le tomó el pie derecho y desató el cordón; se incorporó sólo para llegar al otro extremo de su cuerpo; se agachó otra vez, se envolvió los extremos del cordón en cada mano, le rodeó el cuello con una vuelta y, luego de una bocanada corta de aire, jaló con fuerza hacia cada lado. Resultó más difícil de lo que había planeado. El sujeto levantó la cabeza de un sobresalto, llevándose las manos al cuello; como Stavros estaba inclinado y forcejeando, su propia cabeza estaba muy cerca de la otra, recibiendo algunos golpes de pasada, en medio de las exhalaciones nauseabundas de aquel desgraciado. Desde afuera de la habitación sólo asomaban los pies, agitándose con desesperación en todas direcciones, hasta que, lentamente, la resistencia comenzó a decrecer, los músculos se tensaron por última vez y dejaron de moverse, exánimes.

Desde aquel lugar, y probablemente desde todo el edificio, sólo se escuchaba la respiración agitada de Stavros, que sudaba más que un caballo, con las manos adoloridas y temblorosas. Tenía mucha sed. Haciendo un esfuerzo trató de recobrar la compostura. Calmó su agitación y salió de la habitación, con una ligera sensación de malestar. Se limpió la cara con el brazo y luego respiró profundo un par de veces mirando hacia arriba.

A esas alturas ya estaba claro de que había acabado sólo con la mitad del problema.

Cerró los ojos para pensar mejor. Los abrió casi de inmediato. Se acercó a la chica y se inclinó. De muy mala gana percibió que su convicción inicial empezaba a flaquear, así que decidió actuar rápido. Tomó una jeringa usada del piso. Dudó otra vez. Su rostro se volvió tenso de pura molestia. Agitó rápido la cabeza para sacudir sus remordimientos, llenó la jeringa de aire y tomó el brazo de la chica, lleno de tatuajes baratos, cicatrices y punciones recientes con sangre seca. Stavros no quería mirar su rostro pero lo hizo. Y en ese instante no quiso hacerlo; sólo por lástima, por esa persona que el mundo abandonó apenas después de nacer. Pero comprendió a continuación que dejarla con vida no le haría un favor, ni a ella ni a nadie, y que desde luego había un culpable allí afuera, uno que tendría que pagar por todo esto. Fue ese odio súbito el que le animó a hundirle la aguja y presionar la jeringa hasta el final. Sin obtener una sola reacción. Esperó unos segundos y nada pasó. Pero ya estaba hecho. Se levantó, limpió el tubo plástico y lo dejó caer.

Empezó a sentir una sofocación insoportable y caminó rápido a la salida.

FiN


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