“No
concibo un futuro donde el hombre pueda ser reproducido como un mueble. Es
aberrante; es estúpido, y cada vez que lo escucho me parece más estúpido que la
vez anterior. Somos sentimientos, recuerdos, cicatrices. Eso… es un ser
humano.”
Parte 1
El informe del día de los hechos consignaba un viejo Opel
Manta estrellado contra un árbol seco que sirvió de perfecto combustible para
que las llamas lo consumieran por completo. A diez metros del lugar, en una
zanja de un par de metros, se encontró el cuerpo de una joven aún sin
identificar, caucásica, de veintitrés años máximo, que fue trasladada al
hospital en estado agonizante. La perito forense Teresa Córdoba escaneó el
lugar con una luz fosforescente que generaba en una pantalla portátil el
terreno digitalizado con los detalles del relieve: se apreciaban las líneas de
arrastre de la chica, desde el auto hasta la zanja, pero al borde del desnivel
había una pequeña depresión circular de unos veinte centímetros de diámetro.
—Es la parte de un rostro humano —reveló el fiscal
Caravantes al comisario Diego Ferrara en ese mismo lugar—: masculino.
En la imagen digital se podía distinguir una mejilla, una
oreja y cabello.
—Sea quien haya sido —dijo el fiscal—, tomó a la joven en
este lugar, pero tropezó y golpeó la cara en el suelo; volvió a levantarse y la
arrojó a la zanja.
El trabajo del comisario y Derek Ortiz, su detective de
confianza, sería descubrir quién era ese sujeto. Se advirtió a los hospitales y
consultorios de urgencia, se estaban empadronando los lugares habitados más
cercanos, se revisarían las cámaras de seguridad y se consultarían los
antecedentes del auto. En tanto, Teresa Córdoba se comprometió a refinar los
detalles del escáner para obtener una identificación más precisa de aquel
rostro impreso en el suelo.
En el hospital el estado de la chica era penoso. Tenía la
cara hinchada por hematomas y cortes profundos, llena de vendajes, y de su
cuerpo salían mangueras que se conectaban a varios aparatos; había una
estructura sobre su cuerpo de la cual emanaba un conducto metálico que se
conectaba con su cuello. Los cuidados estaban a cargo del doctor Malebrán, y
fue él mismo quien les informó a Ferrara y Ortiz del sorpresivo hallazgo:
herida corto penetrante a la altura del tórax, no atribuible al impacto. Se
envió un escáner de la lesión al laboratorio para precisar el tipo de arma
blanca.
—Estaban discutiendo y él la apuñala —especuló Ortiz
hablándole a Ferrara en el pasillo junto a la habitación—. Luego pierde el
control y se produce el accidente.
—Esa herida en particular podría ser un poco más antigua que
las causadas por el impacto del auto —le advirtió el doctor—. Tal vez un par de
horas antes.
—La apuñaló en la ciudad y luego fue a deshacerse del cuerpo
—se aventuró a decir el comisario con esa nueva información.
—Y el sospechoso pensó que podría ocultar el crimen si la
chica se quemaba allí adentro —agregó Ortiz—. Estrelló el auto y le prendió
fuego.
—¿Agresión sexual? —mencionó de súbito el comisario, mirando
al doctor.
—Negativo.
La pérdida de sangre impedía una operación y se presentaba
además una dificultad respiratoria aguda. Pero era en este punto donde
intervenía cierta clase de prodigio: aquel tubo que se conectaba al cuello de
la joven se encargaba de construir en su interior una tablilla en tres
dimensiones alrededor de la tráquea para evitar que se bloqueara. El siguiente
paso era crear un espacio para permitirle a sus pulmones expandirse con
normalidad, a través de un soporte hecho también a medida. Todas las partes se
imprimían con policaprolactona, un material biodegradable que terminaría
absorbido por el cuerpo dentro de un año de forma natural.
—Sorprendente —soltó Ortiz, bastante impresionado. Luego
tuvo una idea—. ¿Cree que algún día puedan reproducir a un ser humano con ese
material?
—La tecnología no tiene límites, detective —dijo el doctor.
—Qué estupidez —soltó de pronto el comisario Ferrara, con la
mirada pensativa.
—¿Perdón?
—Dije que es una estupidez —repitió molesto.
El doctor lo miró por un instante, tratando de interpretar
aquella agresividad. Cuando lo comprendió finalmente, esbozó una sonrisa
amistosa.
—Bueno, sólo estamos especulando. Lo importante es que esta
tecnología trabaja para salvarle la vida a la joven.
Ferrara se quedó con esa mirada extraña, pero acto seguido
se despidió del doctor asintiendo con la cabeza y se alejó raudo por el
pasillo. Ortiz se quedó un instante allí y abogó por su colega.
—Ha estado así todo el último año.
—Ya lo sé.
Parte 2
En los días subsiguientes todas las diligencias para dar con
el sospechoso resultaron infructuosas. Las huellas dactilares de la chica
seguían pendientes de identificación; pero fue un detalle en uno de sus
accesorios lo que logró concretar un avance en la investigación: la pulsera que
portaba consigo ese día tenía una pequeña imagen grabada, una santa con un
manto negro, y las iniciales “N.S.D.A.”
—“Nuestra Señora De Altagracia” —confirmó Ortiz—. Santa
protectora de la República Dominicana.
Se enviaría la información a la embajada dominicana y al
departamento de extranjería y, además, se tomaría contacto con la colonia
residente. Se reconstruyó una fotografía del rostro de la joven en base al
escáner que también se le tomó en el sitio del suceso.
En el laboratorio forense, Teresa Córdoba había logrado
determinar el tipo de arma blanca que lesionó a la víctima en el pecho: en la
imagen digital de la herida se percibía claramente el contorno de una hoja
metálica que coincidía con un cuchillo táctico de forma clásica, pero el grosor
de la hoja y su alta capacidad de corte hacían pensar que se trataba de un
modelo original y costoso.
En cuanto al rostro masculino hallado en el lugar de los
hechos, con el diez por ciento existente, duplicado simétricamente en una
imagen tridimensional, se trazó un contorno completo del cráneo en franja
horizontal, y las proporciones se compararon con el registro de razas: “Mulato
africano”, de veinte a treinta años de edad.
La información hizo que el comisario solicitara al fiscal
Caravantes vigilancia policial para la chica como medida de protección.
—Es un presentimiento —le dijo Ferrara, en tono serio—. El
agresor ya debe estar enterado de que fracasó en su intento de homicidio; sabe
que aún no la han identificado y sabe que ella va a hablar tan pronto pueda
hacerlo.
—Es un crimen pasional, Ferrara —le dijo el fiscal, poco
convencido—. El tipo todavía debe estar corriendo lleno de susto como el
cobarde que es. Así que olvídalo.
La insistencia del comisario resultó inútil, y sus temores
no se disiparon, así que él mismo se hizo cargo de la custodia. Fue al tercer
día que detectó la presencia de un extraño en la habitación. Un sujeto
afroamericano, joven, alto, estaba de pié junto a la camilla de la chica, con
el rostro cubierto con una bufanda y un gorro. El comisario, temiendo lo peor,
entró de inmediato sacando su arma, pero el otro sujeto reaccionó primero y le
arrojó un soporte para recipientes por la cabeza que lanzó a Ferrara hacia
atrás, golpeando y derribando una bandeja con frascos y utensilios. El joven
corrió por el pasillo hasta la salida y el comisario, a duras penas y con una
herida en la cabeza, lo siguió hasta la calle. Logró identificar un Toyota
Yaris rojo acelerando, y lo alcanzó con su auto a unas cuadras del hospital,
aunque la persecución duró poco; el Toyota tomó ventaja gracias a la imprudencia
de su conductor, que atravesó un restaurant pasando por encima del mobiliario y
dos meseros hasta la otra calle, asegurando su escape y dejando al comisario
resignado a verlo desaparecer.
El fiscal Caravantes trató de excusarse con el comisario, pero
Ferrara y Ortiz tenían la mente puesta en el siguiente paso. Minutos antes, la
perito forense Teresa Córdoba les había comunicado lo que ya sospechaban: no
hubo reconocimiento positivo de la chica en la base de datos del registro
nacional de huellas dactilares.
—Es una inmigrante ilegal —le comunicó el comisario al
fiscal.
—¿Qué tal si enviamos la información a la embajada para que
cotejen ellos en su país? —dijo Ortiz, sintiendo que debían hallar una pronta
solución a un problema que se les estaba yendo de las manos.
—Podría tardar meses —dijo el fiscal.
El comisario Ferrara permaneció en silencio por un buen
rato. Sabía que la joven no pudo llegar al país por sus propios medios; o
arribó con su familia, esa que nunca apareció preguntando por ella ante las
autoridades, o llegó en solitario. En cualquier caso, lo hizo internada por
aquellos que hacen de la trata de personas un negocio.
Parte 3
Se había dictado una ley de amnistía para extranjeros
indocumentados hace un par de años; como la chica no se había acogido al perdón
ni regularizado sus papeles, el comisario supuso que llevaba poco tiempo en el
país o incluso podría haberse encontrado bajo el poder de la misma red que se
encargó de ingresarla al país. Solicitó información de estos grupos, pero
Caravantes, sabiendo que estaba en deuda por el episodio de la negativa a la
medida de protección, tampoco estaba dispuesto a arriesgar el trabajo
encubierto de policías que trabajaban incluso por años antes de desbaratar una
de aquellas organizaciones ilícitas.
—No puedo darle la información que pide, pero —agregó a modo
de compensación—, tampoco le voy a
impedir que siga investigando, si es que lo hace con cautela.
Con aquel delincuente en alerta, debían actuar rápido y
encontrarlo de una vez por todas. Aquel Toyota Yaris también tenía orden por
robo, así que Ortiz se encargó de recabar cualquier antecedente que involucrara
a afroamericanos en delitos similares. Los resultados fueron negativos, pero
uno de los policías del cuartel conocía a un sujeto de quien se sospechaba
participación activa en la compra y desarme de autos robados. Era probable que
conociera al hombre que Ferrara y Ortiz estaban buscando.
El sujeto del taller mecánico sufrió los embates de los
policías por algunos minutos antes de hablar.
—Walter Sánchez —reveló Ferrara en la oficina del fiscal—.
Dominicano nacionalizado chileno con varias condenas por hurto y robo y varias
absoluciones por falta de pruebas. Ronda por uno de los prostíbulos del sector
de Padre Valverde. Si no hay investigaciones en curso por trata de personas o
tráfico de migrantes en ese lugar podemos entrar con toda la caballería.
La tragedia se desató aquella noche en que la policía asaltó
el prostíbulo de Padre Valverde después que se confirmó la presencia del
sospechoso en el lugar. El comisario había sentido un frío estremecimiento
cuando contempló aquel edificio de mala muerte. Acaso era el lugar donde había
ido a parar aquella chica. Lo cierto es que Walter Sánchez ofreció resistencia
armada al verse rodeado, y como lo hacen las ratas, logró escabullirse del
lugar por atajos que sólo él conocía. Pero Ortiz, más joven y rápido, reaccionó
mejor que Ferrara y no lo perdió de vista. Lo siguió por un par de cuadras
hasta dar con un oscuro callejón sin salida. Los segundos en que lo perdió de
vista fueron suficientes para que su verdugo le pusiera una bala por la espalda
que lo hizo escupir sangre; se mantuvo de pié y alcanzó a voltear para ver el
rostro de su asesino y luego cayó muerto al recibir otra bala en la cabeza. Aún
nervioso, Walter Sánchez quiso asegurarse y rematarlo en el suelo, pero Ferrara
ya estaba allí y le vació todo el cargador en el cuerpo.
Parte 4
El funeral del detective Ortiz se desarrolló con solemnidad
en una fría tarde de invierno. El informe del laboratorio forense que
confirmaba la concordancia en un noventa y ocho por ciento entre Walter Sánchez
y el rostro hallado en el sitio del suceso se agregó al expediente de forma
rutinaria. En cuanto al prostíbulo allanado, había cuatro extranjeras
indocumentadas que reconocieron el rostro de la chica del hospital, aunque
ninguna conocía su nombre, pues la habían sacado del lugar el mismo día que
llegó.
El comisario Ferrara no parecía satisfecho. En el informe
preliminar se sugería que la chica fue internada ilegalmente bajo el engaño de
un trabajo bien remunerado, y una vez en el país, se le encerró y se le obligó
a prostituirse. Ante su negativa y decisión de denunciar los hechos a la
policía, poniendo en riesgo el negocio de la organización de Walter Sánchez,
éste decidió sacarse el problema de encima, asesinando a la joven y haciéndola
desaparecer dentro de un auto en llamas como si se tratara de un accidente.
Algo no encajaba en todo aquello. Walter Sánchez era un
pobre diablo, un proxeneta drogadicto capaz de prostituir a sus propios hijos a
cambio de una jalada de pasta base de la peor calidad; estaba claro que era el
eslabón más miserable en esa cadena de tráfico de personas que sería
investigada a fondo en los próximos meses. Y había otro detalle: según le
habían informado a Ferrara y a Ortiz en el laboratorio forense, el arma blanca
que se utilizó para intentar asesinar a la chica era de cierto valor, algo poco
entendible tratándose de Walter Sánchez, al que sólo se le encontró aquel revólver
viejo que usó para matar al detective, de tal forma que Ferrara se fue
convenciendo de que ese sujeto sólo se encargó de deshacerse de un cuerpo que
había sido apuñalado por otra persona, la dueña del cuchillo.
El comisario averiguó que el grupo de Sánchez tenía cierta
organización que subía de nivel y que se conectaba con personas que operaban en
la frontera norte del país; había gente que se encargaba del transporte y otra
que concretaba los negocios. El fiscal Caravantes le advirtió a Ferrara que existía
una investigación en curso; una larga investigación. Pero el comisario ya había
tomado una decisión.
Parte 5
Más allá de la frontera, de vez en cuando un coyote
solitario tenía la mala fortuna de cruzarse en el camino de una de esas bandas
que internaban indocumentados a Chile por uno de los tantos pasos no
habilitados. La organización del peruano Jorge Tavárez no se hacía problemas y
los lanzaba a una fosa en medio del desierto. Su despacho se ocultaba detrás de
una falsa posada ubicada al costado de la carretera internacional.
—¿Otro más? —dijo desde su escritorio a uno de los peones
que llegó con la información.
—Dice que regresaba a Chile y aprovechó la ocasión para
pasar a un par de ecuatorianos a cambio de un poco de plata —le informó su
peón.
Los cuatro peones de Tavárez entraron a su despacho con el
ingenuo coyote: su vestimenta informal estaba llena de tierra; lo habían
golpeado y tenía sangre seca en la cabeza y el rostro. Caminaba con algo de
dificultad pero se mantenía en pié. Era Ferrara.
—Es un negocio difícil, mi amigo —le explicó Tavárez—. Una
de mis funciones es mantener andando la empresa, y para eso tengo que ir
sacando las piedras del camino. ¿Sabe a dónde voy con todo esto?
—¿Por qué no se va a la mierda? —dijo Ferrara con
indiferencia, ganándose un golpe en el estómago de uno de los peones que lo
hizo caer de rodillas y seguir tosiendo sangre.
Tavárez rió de buena gana. Tal vez aquel coyote ya auguraba
su final.
—Tengo la solución perfecta para sujetos como usted, amigo
—dijo con cinismo.
Acto seguido, abrió el cajón de su escritorio y sacó un
cuchillo táctico de lujo, hoja gruesa de unos quince centímetros de largo,
extremadamente filoso, al parecer, tal como lo describió la perito forense.
—Lindo cuchillo —comentó Ferrara con algo de dificultad—.
Apuesto a que todavía tiene la sangre de la chica dominicana.
Tavárez tuvo un momento de desconcierto, pero al contemplar
la mirada de Ferrara lo asaltó una súbita preocupación. Aquel sujeto no era un
coyote. El peruano, olvidándose del cuchillo, actuó con presteza y lanzó su
mano al cajón del escritorio para levantar su pistola.
Pero Ferrara tampoco estaba desarmado.
Nueve disparos consecutivos remecieron aquel apacible
desierto. Los trabajadores de la falsa posada del frente sólo atinaron a huir
del lugar en dirección al norte. Pasaron dos minutos y se abrió la puerta del
despacho. A paso endeble, herido y sangrante, Jorge Tavárez caminó hasta su
camioneta y con penosa calma logró sentarse frente al volante, sólo para
descubrir, con horrorosa desesperación, que no tenía las llaves en su poder.
Pero Ferrara ya le había dado alcance. Después de haberse dado el tiempo para
tomar el cuchillo de Tavárez, llegó hasta el costado de la camioneta y, desde
allí, asestó una puñalada certera en el pecho del empresario.
—Es justicia poética —dijo Ferrara, cuando Tavárez aún
estaba consciente. Luego el peruano bajó la cabeza y dio una exhalación final.
Ferrara empujó la camioneta apoyado en el marco de la
ventana y la condujo hasta dejarla caer de costado en una zanja de mediana
profundidad. Al caminar por el lado la última bala de su pistola golpeó en el motor
que comenzó a incendiarse rápidamente.
Una hora después el comisario cruzaba la frontera de regreso
a Chile.
Pasaron unos días y la joven dominicana en el hospital fue
sacada de cuidados intensivos. Su cuerpo respondió bien a la reconstrucción interna
de costillas y tórax. Se imprimieron los huesos faltantes de la cara y sus
dientes. A estas alturas ya respiraba con normalidad y todos se mostraban
bastante confiados en una recuperación casi completa, incluyendo el comisario
Ferrara, que estaría junto a la joven, al costado de su camilla, esperando que
recobrara la conciencia para, finalmente, conocer su nombre y dejar de repetir
en su mente el de aquella hija que ya no estaba.
FIN
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