INCIDENTE EN BAHÍA
DESOLADA
Por Edgard Pallauta
Encontraron la embarcación a la
deriva, a unas diez millas de la costa. De su dueño sólo quedaron restos de
sangre y sesos en el borde de la proa que de inmediato hicieron festinar a la
radio local con un crimen espeluznante, aunque era de suponer que en un lugar
aburrido como ese la gente se prestara para toda clase de suposiciones
extraordinarias, tan solo para salir de la rutina.
El mar fue generoso con el desgraciado
y lo arrojó a la playa un par de días después de su desaparición. El agujero en
medio de su cara terminó por convencer a casi todos de que se trató de una
ejecución despiadada; una escopeta, de seguro, a juzgar por el tamaño de la
herida y porque no era tan difícil conseguir una en la zona. ¿La motivación? No
era novedad para nadie la constante pugna entre pescadores por las paupérrimas
cuotas de captura que asignaba la autoridad, cada vez menores.
En esa caleta perdida al sur del mundo,
en un lugar de poco acceso y que los mapas apuntaban como “Bahía Desolada” en
letras microscópicas, la fiscalía naval manifestó casi de inmediato un nulo
interés, pero de todas formas dispuso las debidas diligencias a cargo de la
policía local. El oficio aconsejaba de manera sutil una rápida investigación y
el pronto cierre del expediente.
Pero hubo un efecto que pasó
desapercibido, y fue esa sensación general de angustia que invadió a los habitantes
de la bahía. No era el hecho de morir uno de los suyos, sino contemplar el
síntoma de la decadencia, un estilo de vida arrasado por la imbatible presencia
de la industria; la muerte lenta e inevitable, la certeza de que el recuerdo moriría
con ellos. Los hijos se marchaban apenas podían, sin el mínimo interés por regresar.
Salvatierra, un oficial joven con
el cargo de subteniente, era quien estaba a cargo de las indagaciones en
terreno. Habló con la viuda, colegas, y conocidos cercanos. Muy pocos, a decir
verdad, pero esta vez los comentarios sobre
el difunto distaron del tono lastimoso que hubo en la discreta y breve
ceremonia fúnebre, y revelaron a un bastardo malas pulgas, quejumbroso y
resentido, no una gran pérdida para la comunidad, ni siquiera para su esposa, a
quien golpeaba de vez en cuando para apaciguar sus frustraciones e
inseguridades. De seguro una tumba que todos olvidarían muy pronto.
Pese a todas las historias que
empezaron a tejerse en torno al posible asesino, no se descartó el suicidio. Si
bien la situación precaria del finado no distaba mucho del resto de sus
colegas, había que considerar que las deudas le apremiaban y hace una semana le
habían notificado del inminente embargo de los muebles de su casa. Además,
había anunciado a algunos de sus cercanos que planeaba vender su embarcación
artesanal con motor, lo que, a fin de cuentas, significaba que dejaría de hacer
lo único que había hecho toda su vida para sobrevivir. El subteniente explicó
que una de las hipótesis era que él mismo se hubiese puesto la escopeta en la
cara, al borde del bote, y que tanto el cuerpo como el arma habrían caído al
mar, aunque, claro, la Armada no gastaría recursos para sumergirse un kilómetro
al fondo intentando hallar un minúsculo pedazo de metal. Olvídenlo.
Se supo que el finado había estado
bebiendo y maldiciendo su suerte la noche anterior a su desaparición por la
mala pesca de la jornada. El plazo que tenía asignado para extracción había
expirado, pero eso no le impidió que se lanzara al mar nuevamente, lo que
podría haberle acarreado una severa sanción. De haber regresado vivo, claro.
También se sabía que el número de embarcaciones que salió ese mismo día del
incidente era limitado, por lo que se interrogó a los otros tres grupos de
pescadores que pudieron haber visto a su colega en la madrugada, previo al momento
de su muerte. De lo relevante de las declaraciones, uno de aquellos reveló
haber denunciado vía radial la presencia de una embarcación no autorizada, distinta
a la del fallecido, y que por sus características se trataría de una
embarcación ajena a las registradas en la bahía.
Así las cosas, el subteniente no
tuvo más remedio que dar cuenta a la fiscalía naval para que despachara el
oficio pertinente a las provincias aledañas.
—Y eso, ¿para qué? —preguntó con
algo de sequedad el fiscal naval al otro lado de la línea telefónica.
—Era otra embarcación no
autorizada cerca del lugar de los hechos —contestó Salvatierra algo extrañado
por la pregunta.
Hubo una pausa en la comunicación
pero el oficial alcanzó a escuchar un respiro hondo.
—¿Qué parte de cerrar el expediente
no entendió, oficial? —dijo luego el fiscal naval.
—Usted me dijo que lo llamara si
necesitaba algo.
—Quiere que envíe un oficio que va
a demorar meses en tramitarse. Usted lo sabe, ¿cierto?
—Es probable, pero usted me dijo…
—Tiene un puto teléfono en las
manos —lo interrumpió el fiscal, ya cabreado desde antes—. Haga las putas
llamadas que tenga que hacer para averiguarlo. La fiscalía no puede ponerse a
cagar oficios cada vez que se le antoje a la policía.
Fue lo último que escuchó Salvatierra
y la llamada se terminó.
—Puta madre —murmuró.
***
—Disculpe, ¿quién es usted? —terminó
por preguntar el viejo pescador al extraño tipo que acababa de acercársele con
aire amistoso aquella mañana en la playa, mientras revisaba su embarcación, y luego
de percibir que sus comentarios sin sentido guardaban segundas intenciones.
El hombre en cuestión vestía ropa
casual de marca y unos lentes de sol pensados para la ocasión, aunque esa
exagerada pulcritud le restaba naturalidad.
—Eso no tiene importancia
—contestó adquiriendo ahora un semblante más serio—. Lo que sí es importante es
lo que vine a hacer por usted.
El viejo lo miró expectante, más
confundido que interesado.
—Hace diez años —comenzó a decir
el hombre mientras su mirada abarcaba el horizonte marino— a lo largo de toda
esta pequeña zona costera, había más de doscientas embarcaciones, pequeñas y
medianas, trabajando a tiempo completo. —Lo miró—. De seguro usted se acuerda.
—Se alejó un poco, como si disertara con el mar de fondo—. Fishing and Company
compró la mayoría de las cuotas pesqueras, a un excelente precio, por sobre el
mercado; y no sólo eso, porque muchos de los pescadores, marisqueros y algueros
terminaron trabajando para la empresa, con un sueldo justo, además de
capacitaciones, diplomados, becas y otros beneficios para todas sus familias.
El viejo suspiró con algo de
hartazgo. Ya lo sabía. El hombre, en tanto, se dio una pausa para contemplar el
paisaje a su alrededor, asintiendo con admiración.
—Pero entiendo que todavía haya
gente que se aferre a este lugar. —Volteó para mirarlo con una ligera sonrisa—.
Yo prefiero el Caribe, pero es cuestión de gustos. —Y súbitamente cambió de
tono, volviendo a los negocios—. El asunto es que la compañía tiene planes para
este sector; un plan gigantesco que cubre esta caleta, la bahía, la provincia,
la región, y más allá todavía. —Suspiró—. El sindicato de pescadores está
presionando a la Gobernación. No es que el proyecto vaya a dar pie atrás, pero
hay plazos que se tienen que cumplir y ya se sabe que esa gente puede ser un
dolor en el culo.
—Así que viene de parte de la
compañía —le interrumpió finalmente el viejo, queriendo aclararlo todo de una
vez.
—Eso quisiera yo —sonrió aquel
hombre—, pero Fishing and Company es tan grande que no necesita comprometer su
nombre. Hay una cadena infinita de empleados sin relación formal con la empresa
que realizan todo tipo de funciones, y entre ellos me encuentro yo. A veces ni
siquiera sé quién es mi jefe directo, pero entiendo cuál es el propósito.
—Sí, yo también —murmuró el viejo.
—Yo no califico las órdenes que
recibo, y no participo en la toma de decisiones que provienen de personas que
tampoco tienen relación directa con la empresa. Como le dije, soy una parte muy
insignificante en una cadena de mando sin fin.
—Por qué no me dice, de una vez
por todas, qué mierda vino a hacer a este lugar —soltó el viejo, ya alterado.
El hombre no se inmutó para
contestar.
—Hace unos días me informaron que
la policía investigaba a cierta embarcación que divisaron cerca de un hecho de
sangre ocurrido hace algunas semanas.
El viejo no le dejaba de mirar con
la vista entrecerrada, a la defensiva, siempre desconfiado.
—Apuesto que también le dijeron
que fui yo el que hizo la declaración —dijo, adelantándose a sus intenciones.
El hombre arqueó los labios con
indiferencia.
—El asunto es que esa embarcación
reviste cierta importancia para algunas personas, que van a comenzar a
inquietarse si la investigación empieza a trepar por esa cadena de mando que
acabo de comentarle, ¿me comprende?...
Finalmente el viejo unió los
cabos.
—Así que —continuó aquel— me
pidieron intervenir y solicitarle a usted, con la mayor deferencia, que
retirara su declaración, o al menos, manifestara dudas que impidan aclarar
estos hechos tan… incómodos.
—Era un pobre diablo —le recriminó
el viejo—. ¿Por qué lo mataron?
El hombre lo miró con extrañeza, y
luego agitó la cabeza en señal de negación.
—Son decisiones impersonales
—trató de explicar—; pero, de alguna forma, provocan un remezón en la
conciencia; funcionan como un mensaje que invita a la gente a reflexionar sobre
el futuro y dejar atrás el pasado. Lo que pasó a ese pobre infeliz le pasó
antes a otros, más al norte, y está pasando ahora, más al sur. —Su mirada se
volvió un tanto sombría—. Hay gente muy poderosa que ha llegado para quedarse, que
sabe cómo explotar esta zona, y contra esa gente no hay pescador, sindicato,
gobernación ni gobierno que no termine cediendo a sus propósitos.
A continuación sacó un grueso
sobre de su chaqueta, de contenido significativo.
—No es necesario condenar a su
familia a morir en este lugar. Llévesela de aquí, al mejor lugar que pueda
pagar.
Le extendió el sobre al viejo,
quien se quedó mirándolo por un instante. Lo primero que pensó este pescador fue
reaccionar con furia, con una falsa sensación de ofensa intolerable. Pero lo
cierto es que, después de tantos años de humillaciones y miserias, su orgullo
se había desvanecido, casi al punto de desaparecer. En contra de lo que él
mismo se hubiese imaginado, su corazón se reveló temeroso, intimidado… y un
tanto interesado. Tal vez toda aquella vida que soportó estoico no fue más que
resignación, y ahora que contemplaba aquel sobre, su alma se inflaba de una
emoción indescriptible, cálida, ambiciosa, casi maligna.
Sin una sola expresión en su
rostro, el viejo recibió el sobre en sus manos, y aquel hombre, que vino de
quién sabe dónde, asintió con conformidad:
—No puedo hablar a nombre de la
compañía, pero sé que va con sus mejores deseos.
Hizo un ligero saludo a modo de
despedida y se alejó. El viejo no le perdió de vista por un buen rato, mientras
se aferraba a aquel sobre con mano tensa y temblorosa.
FiN
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