martes, 20 de marzo de 2018

Incidente En Bahía Desolada (Relato, Crimen)



INCIDENTE EN BAHÍA DESOLADA
Por Edgard Pallauta


Encontraron la embarcación a la deriva, a unas diez millas de la costa. De su dueño sólo quedaron restos de sangre y sesos en el borde de la proa que de inmediato hicieron festinar a la radio local con un crimen espeluznante, aunque era de suponer que en un lugar aburrido como ese la gente se prestara para toda clase de suposiciones extraordinarias, tan solo para salir de la rutina.
El mar fue generoso con el desgraciado y lo arrojó a la playa un par de días después de su desaparición. El agujero en medio de su cara terminó por convencer a casi todos de que se trató de una ejecución despiadada; una escopeta, de seguro, a juzgar por el tamaño de la herida y porque no era tan difícil conseguir una en la zona. ¿La motivación? No era novedad para nadie la constante pugna entre pescadores por las paupérrimas cuotas de captura que asignaba la autoridad, cada vez menores.
En esa caleta perdida al sur del mundo, en un lugar de poco acceso y que los mapas apuntaban como “Bahía Desolada” en letras microscópicas, la fiscalía naval manifestó casi de inmediato un nulo interés, pero de todas formas dispuso las debidas diligencias a cargo de la policía local. El oficio aconsejaba de manera sutil una rápida investigación y el pronto cierre del expediente.
Pero hubo un efecto que pasó desapercibido, y fue esa sensación general de angustia que invadió a los habitantes de la bahía. No era el hecho de morir uno de los suyos, sino contemplar el síntoma de la decadencia, un estilo de vida arrasado por la imbatible presencia de la industria; la muerte lenta e inevitable, la certeza de que el recuerdo moriría con ellos. Los hijos se marchaban apenas podían, sin el mínimo interés por regresar.
Salvatierra, un oficial joven con el cargo de subteniente, era quien estaba a cargo de las indagaciones en terreno. Habló con la viuda, colegas, y conocidos cercanos. Muy pocos, a decir verdad, pero esta vez los comentarios  sobre el difunto distaron del tono lastimoso que hubo en la discreta y breve ceremonia fúnebre, y revelaron a un bastardo malas pulgas, quejumbroso y resentido, no una gran pérdida para la comunidad, ni siquiera para su esposa, a quien golpeaba de vez en cuando para apaciguar sus frustraciones e inseguridades. De seguro una tumba que todos olvidarían muy pronto.
Pese a todas las historias que empezaron a tejerse en torno al posible asesino, no se descartó el suicidio. Si bien la situación precaria del finado no distaba mucho del resto de sus colegas, había que considerar que las deudas le apremiaban y hace una semana le habían notificado del inminente embargo de los muebles de su casa. Además, había anunciado a algunos de sus cercanos que planeaba vender su embarcación artesanal con motor, lo que, a fin de cuentas, significaba que dejaría de hacer lo único que había hecho toda su vida para sobrevivir. El subteniente explicó que una de las hipótesis era que él mismo se hubiese puesto la escopeta en la cara, al borde del bote, y que tanto el cuerpo como el arma habrían caído al mar, aunque, claro, la Armada no gastaría recursos para sumergirse un kilómetro al fondo intentando hallar un minúsculo pedazo de metal. Olvídenlo.
Se supo que el finado había estado bebiendo y maldiciendo su suerte la noche anterior a su desaparición por la mala pesca de la jornada. El plazo que tenía asignado para extracción había expirado, pero eso no le impidió que se lanzara al mar nuevamente, lo que podría haberle acarreado una severa sanción. De haber regresado vivo, claro. También se sabía que el número de embarcaciones que salió ese mismo día del incidente era limitado, por lo que se interrogó a los otros tres grupos de pescadores que pudieron haber visto a su colega en la madrugada, previo al momento de su muerte. De lo relevante de las declaraciones, uno de aquellos reveló haber denunciado vía radial la presencia de una embarcación no autorizada, distinta a la del fallecido, y que por sus características se trataría de una embarcación ajena a las registradas en la bahía.
Así las cosas, el subteniente no tuvo más remedio que dar cuenta a la fiscalía naval para que despachara el oficio pertinente a las provincias aledañas.
—Y eso, ¿para qué? —preguntó con algo de sequedad el fiscal naval al otro lado de la línea telefónica.
—Era otra embarcación no autorizada cerca del lugar de los hechos —contestó Salvatierra algo extrañado por la pregunta.
Hubo una pausa en la comunicación pero el oficial alcanzó a escuchar un respiro hondo.
—¿Qué parte de cerrar el expediente no entendió, oficial? —dijo luego el fiscal naval.
—Usted me dijo que lo llamara si necesitaba algo.
—Quiere que envíe un oficio que va a demorar meses en tramitarse. Usted lo sabe, ¿cierto?
—Es probable, pero usted me dijo…
—Tiene un puto teléfono en las manos —lo interrumpió el fiscal, ya cabreado desde antes—. Haga las putas llamadas que tenga que hacer para averiguarlo. La fiscalía no puede ponerse a cagar oficios cada vez que se le antoje a la policía.
Fue lo último que escuchó Salvatierra y la llamada se terminó.
—Puta madre —murmuró.
***
—Disculpe, ¿quién es usted? —terminó por preguntar el viejo pescador al extraño tipo que acababa de acercársele con aire amistoso aquella mañana en la playa, mientras revisaba su embarcación, y luego de percibir que sus comentarios sin sentido guardaban segundas intenciones.
El hombre en cuestión vestía ropa casual de marca y unos lentes de sol pensados para la ocasión, aunque esa exagerada pulcritud le restaba naturalidad.
—Eso no tiene importancia —contestó adquiriendo ahora un semblante más serio—. Lo que sí es importante es lo que vine a hacer por usted.
El viejo lo miró expectante, más confundido que interesado.
—Hace diez años —comenzó a decir el hombre mientras su mirada abarcaba el horizonte marino— a lo largo de toda esta pequeña zona costera, había más de doscientas embarcaciones, pequeñas y medianas, trabajando a tiempo completo. —Lo miró—. De seguro usted se acuerda. —Se alejó un poco, como si disertara con el mar de fondo—. Fishing and Company compró la mayoría de las cuotas pesqueras, a un excelente precio, por sobre el mercado; y no sólo eso, porque muchos de los pescadores, marisqueros y algueros terminaron trabajando para la empresa, con un sueldo justo, además de capacitaciones, diplomados, becas y otros beneficios para todas sus familias.
El viejo suspiró con algo de hartazgo. Ya lo sabía. El hombre, en tanto, se dio una pausa para contemplar el paisaje a su alrededor, asintiendo con admiración.
—Pero entiendo que todavía haya gente que se aferre a este lugar. —Volteó para mirarlo con una ligera sonrisa—. Yo prefiero el Caribe, pero es cuestión de gustos. —Y súbitamente cambió de tono, volviendo a los negocios—. El asunto es que la compañía tiene planes para este sector; un plan gigantesco que cubre esta caleta, la bahía, la provincia, la región, y más allá todavía. —Suspiró—. El sindicato de pescadores está presionando a la Gobernación. No es que el proyecto vaya a dar pie atrás, pero hay plazos que se tienen que cumplir y ya se sabe que esa gente puede ser un dolor en el culo.
—Así que viene de parte de la compañía —le interrumpió finalmente el viejo, queriendo aclararlo todo de una vez.
—Eso quisiera yo —sonrió aquel hombre—, pero Fishing and Company es tan grande que no necesita comprometer su nombre. Hay una cadena infinita de empleados sin relación formal con la empresa que realizan todo tipo de funciones, y entre ellos me encuentro yo. A veces ni siquiera sé quién es mi jefe directo, pero entiendo cuál es el propósito.
—Sí, yo también —murmuró el viejo.
—Yo no califico las órdenes que recibo, y no participo en la toma de decisiones que provienen de personas que tampoco tienen relación directa con la empresa. Como le dije, soy una parte muy insignificante en una cadena de mando sin fin.
—Por qué no me dice, de una vez por todas, qué mierda vino a hacer a este lugar —soltó el viejo, ya alterado.
El hombre no se inmutó para contestar.
—Hace unos días me informaron que la policía investigaba a cierta embarcación que divisaron cerca de un hecho de sangre ocurrido hace algunas semanas.
El viejo no le dejaba de mirar con la vista entrecerrada, a la defensiva, siempre desconfiado.
—Apuesto que también le dijeron que fui yo el que hizo la declaración —dijo, adelantándose a sus intenciones.
El hombre arqueó los labios con indiferencia.
—El asunto es que esa embarcación reviste cierta importancia para algunas personas, que van a comenzar a inquietarse si la investigación empieza a trepar por esa cadena de mando que acabo de comentarle, ¿me comprende?...
Finalmente el viejo unió los cabos.
—Así que —continuó aquel— me pidieron intervenir y solicitarle a usted, con la mayor deferencia, que retirara su declaración, o al menos, manifestara dudas que impidan aclarar estos hechos tan… incómodos.
—Era un pobre diablo —le recriminó el viejo—. ¿Por qué lo mataron?
El hombre lo miró con extrañeza, y luego agitó la cabeza en señal de negación.
—Son decisiones impersonales —trató de explicar—; pero, de alguna forma, provocan un remezón en la conciencia; funcionan como un mensaje que invita a la gente a reflexionar sobre el futuro y dejar atrás el pasado. Lo que pasó a ese pobre infeliz le pasó antes a otros, más al norte, y está pasando ahora, más al sur. —Su mirada se volvió un tanto sombría—. Hay gente muy poderosa que ha llegado para quedarse, que sabe cómo explotar esta zona, y contra esa gente no hay pescador, sindicato, gobernación ni gobierno que no termine cediendo a sus propósitos.
A continuación sacó un grueso sobre de su chaqueta, de contenido significativo.
—No es necesario condenar a su familia a morir en este lugar. Llévesela de aquí, al mejor lugar que pueda pagar.
Le extendió el sobre al viejo, quien se quedó mirándolo por un instante. Lo primero que pensó este pescador fue reaccionar con furia, con una falsa sensación de ofensa intolerable. Pero lo cierto es que, después de tantos años de humillaciones y miserias, su orgullo se había desvanecido, casi al punto de desaparecer. En contra de lo que él mismo se hubiese imaginado, su corazón se reveló temeroso, intimidado… y un tanto interesado. Tal vez toda aquella vida que soportó estoico no fue más que resignación, y ahora que contemplaba aquel sobre, su alma se inflaba de una emoción indescriptible, cálida, ambiciosa, casi maligna.
Sin una sola expresión en su rostro, el viejo recibió el sobre en sus manos, y aquel hombre, que vino de quién sabe dónde, asintió con conformidad:
—No puedo hablar a nombre de la compañía, pero sé que va con sus mejores deseos.
Hizo un ligero saludo a modo de despedida y se alejó. El viejo no le perdió de vista por un buen rato, mientras se aferraba a aquel sobre con mano tensa y temblorosa.

FiN

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