jueves, 8 de marzo de 2018

Despecho (Relato Legal)



DESPECHO
Relato Legal, por Edgard Pallauta

Ángela era la ejecutiva comercial de un banco de prestigio; joven, en sus treinta y tantos, le gustaba demasiado el pastel de limón y se le notaba, pero mantenía su belleza intacta; excepto el día que se reunió con el abogado Alonso Rivas, porque entre tanto sollozo ese día en el restaurant el maquillaje se le empezaba a correr y su rostro adquiría cierta fisonomía un tanto macabra. Hablaba entre mordiscos a los pastelillos, y el abogado, que la escuchaba con algo de confusión, era su proveedor oficial de pañuelos desechables.
—Déjeme ver si entiendo, señorita Ángela —la interrumpió Alonso para aclarar sus ideas—,  ¿sigue usted enamorada de ese sujeto?
La pregunta pareció afectar aún más a la mujer, porque dejó de comer, arqueó los labios, se le desfiguró la cara y se la cubrió con las manos para empezar a llorar entre convulsiones.
—¡Sí!— reconoció por entre los dedos, como si fuera una confesión vergonzosa.
Su maquillaje había prácticamente desaparecido. Alonso le extendió otro pañuelo y luego la miró con desconfianza. Había defendido con éxito a asesinos de la peor calaña, pero sabía que nada era más peligroso que una mujer despechada; el estado de exaltación de aquella mujer era tan grande que finalmente terminó cayendo en el abismo de la venganza descontrolada. Era ese tipo de cosas que no le deseaba ni a su peor enemigo.
—Usted no debe perder el control de esa manera —se aventuró a decir Alonso con precaución—. ¿Para qué ponerse en riesgo usted y su novio?
—Exnovio —le corrigió ella.
—Una infidelidad se perdona, pero la deslealtad, jamás. ¿Por qué no mejor contrata a un par de tipos para que le den una buena paliza?
La sola insinuación de una salida que no implicara el castigo más extremo que pudiera concebirse del punto de vista legal le significó a Alonso una mirada de tal odio que lo hizo arrepentirse al instante de haberla formulado.
—Él me arruinó la vida, abogado —le dijo ella adoptando una actitud que contrastaba con su anterior vulnerabilidad— y quiero que usted se encargue de mandarlo a la cárcel.
—Pero ustedes trabajaron juntos. Si usted lo denuncia, él va a hablar y es seguro que la va a involucrar.
—Bueno, para eso lo contraté a usted.
—¿Está dispuesta a correr el riesgo?
—¡Quiero que vaya a la cárcel!
—La verdad, no estoy muy seguro…
—Le voy a pagar en efectivo.
—Okay.
Alonso le hizo una seña a la mesera y le pidió una porción de torta de piña, sólo para contrarrestar el momento amargo.
—Así que usted es la ejecutiva comercial del banco —empezó a decir en medio de las cucharadas a la torta.
—La mejor de mi área —dijo Ángela con orgullo.
—Y su novio…
—Exnovio.
—Villanueva, ¿cierto? El jefe de plataforma.
Ángela asintió, frunciendo el ceño al escuchar el nombre de aquel pérfido.
—Y ustedes —continuó Alonso— trabajan con este otro sujeto, Donoso.
—Sí, él es el dueño de la sociedad automotriz.
—Y, ¿qué hace él, exactamente?
—Donoso falsifica los documentos para conseguir créditos automotrices para sus clientes.
—Mientras en el banco usted y su novio se encargan de aprobar los créditos.
—Exnovio.
—¿Cuál es el problema con los clientes de la automotriz?
—Están sobreendeudados o con antecedentes. No tienen posibilidad de conseguir un préstamo del banco.
—Entonces Donoso solicita el préstamo con documentos falsos o adulterados, usted con Villanueva consiguen que el banco apruebe el crédito, y cobran al beneficiario una comisión a cambio.
Ángela asintió, sin ningún dejo de vergüenza. Alonso miró su plato con la mitad de la torta, pensativo. La pregunta era cómo mandar a Villanueva a la cárcel sin que la investigación que recaería sobre Ángela pudiera afectarla. No bastaba con decir que sólo recibía órdenes de su jefe. Necesitaba una prueba tangible.
—¿Me disculpa un momento? —se excusó Alonso con Ángela levantándose de la mesa. Sacó su celular, marcó y se alejó algunos metros para poder hablar con Lorenzo, el hippie de cincuenta años consumidor de cannabis que le prestaba ayuda con cargo a la deuda por las incontables veces en que el abogado tuvo que sacarlo de la cárcel.
—¡Hey, Alonso! Tanto tiempo —soltó aquél con alegría mientras comía junto a un carrito de hot dogs en una calle del sector de la mugrosa Villa Francia.
—¿Recuerdas a Marco Sousa? —le preguntó Alonso.
—¿Sousa?... Sí, el estafador hijo de puta ése. ¿Qué hay con él?
—¿Sabes si ya salió de la cárcel?
—Lo vi hace un par de semanas.
—Apuesto que ese pendejo debe estar necesitando dinero.
—Nunca se tiene lo suficiente —sonrió Lorenzo, encogiéndose de hombros.
—Bien, escúchame; búscalo y avísame cuando lo encuentres.
—Lo que tú digas. ¿Este favor compensa mi deuda contigo?
—No lo creo.
Alonso cortó la llamada y volvió a la mesa con Ángela. Miró su plato vacío e hizo una mueca disimulada.
—Señorita Ángela —dijo luego—, ¿tiene usted acceso a la plataforma tecnológica del banco?
—No —respondió ella un tanto extrañada.
—¿Podría tenerlo?
—No lo sé —Pero luego de una pausa—. Creo que sí.
—Bien. Lo que tiene que hacer es borrar sus huellas y empezar a generar informes de rechazo de préstamos.
—Pero voy a arriesgar mi cartera de clientes. Me podrían despedir.
—Es el costo menor, señorita Ángela. ¿Sabe a qué me refiero?
Ella dudó un instante, pero terminó asintiendo con resignación. Quizás pensaba hasta ese momento que su venganza sería un asunto sencillo.
—¿Tiene acceso a la base de datos de la sociedad automotriz de Donoso?
—Sí. He tenido que coordinar personalmente la información que le entrego a la empresa algunas veces.
—Aproveche de seguir borrando sus huellas.
Ángela sintió, dando un suspiro nervioso.
Alonso se limpió la boca con una servilleta, se incorporó en su asiento y miró a Ángela con la mayor seriedad.
—Esto es lo que va a pasar —comenzó a decir, luego de una pausa para ordenar su estrategia—: una persona la va a llamar al banco; se llama Marco Sousa. Tiene antecedentes penales.
—¿Quién es él? —preguntó Ángela con algo de extrañeza y preocupación.
—Un cliente. Un supuesto cliente —aclaró Alonso—. Él va a concertar una reunión con usted para gestionar un préstamo.
—¿Usted va a mandar a ese tal Sousa a hablar conmigo?
—No. Él va a llegar a la automotriz solicitando la gestión de un crédito, y Donoso lo va a enviar con usted.
—¿Qué tengo que hacer?
—Siga la corriente. Revise los antecedentes y luego llámelo usted personalmente y comuníquele que su préstamo ha sido rechazado.
—¿Sólo eso?
—Posteriormente, busque una excusa para enviarle los antecedentes a Villanueva, su jefe de plataforma.
Ángela hizo un ademán de sorpresa.
—Y él va a aprobar el préstamo —concluyó ella.
—Demostrando que usted no fue parte del juego.
Ángela asintió, empezando a sentir nuevamente la seguridad del principio, la sensación de impunidad y su deseo de venganza cumplido. Aunque otra preocupación atravesó su mente de súbito.
—Espere —dijo luego—, ¿quién va a hacer la denuncia a la policía? ¿Yo?... No puedo ser yo —se excusó con cierto aire de cobardía—. Ellos van a sospechar.
—No es necesario —aclaró tranquilamente Alonso—. Marco Sousa es un estafador conocido. Lo que él no sabe es que desde hace unos meses su teléfono está intervenido. Todo lo que él diga y haga está siendo vigilado por la policía.
Ángela no pudo evitar llevarse la mano a la boca. Ella estaría urdiendo su coartada “a plena escucha” de las autoridades.
—¿La policía? —soltó con terror. Nuevamente volvía a mostrarse temerosa.
—Ellos van a escuchar la conversación telefónica —le explicó, con la misma indiferencia de antes—, y si usted no levanta sospechas, ellos tampoco sospecharán, y todos los dedos van a apuntar a su novio.
—Exnovio.
—Como sea.
—¿Qué hay con Donoso? —recordó Ángela.
—Donoso no conoce nuestros planes. Todo lo que pueda decir él en juicio va a ser desmentido con la prueba que incaute la policía en la empresa, luego de que usted se haya encargado de eliminar cualquier documento incriminatorio, material o digital. Donoso va a estar tan desconcertado que todo lo que diga será interpretado como contradicción y le va a restar mérito a su testimonio.
Ángela dio un suspiro, y sí, ahí estaba de nuevo, la vívida imagen de una criminal sintiéndose impune, casi palpando su venganza consumada; una pirómana corporativa queriendo prenderle fuego a todo y sin siquiera calentarse las manos, porque para eso tenía al abogado Alonso Rivas.
—Una cosa más —recordó éste—. ¿Está segura de que Villanueva no sospecha nada?
Ángela lo miró un instante, sin responder.
—¿Usted lo amenazó de alguna forma? —volvió a preguntar Alonso— ¿Ha hablado con la nueva novia de él? ¿Les insinuó de alguna forma a alguno de ellos que usted planeaba vengarse?
Ángela bajo la cabeza y permaneció pensativa por unos segundos, luego miró a Alonso con desconcertante intensidad.
—No quiero —comenzó a decir ella con énfasis en cada frase—, ni por un segundo, que él sospeche nada. Quiero que lo sienta así, como yo lo sentí… como una puñalada en la espalda.
Alonso la contempló por un instante, viéndola perderse otra vez en el infinito, solazándose con la imagen de aquel evento futuro, mientras una extraña sonrisa se dibujaba en su cara. El abogado dejó unos billetes en la mesa y asintió a modo de despedida.
—Estamos en contacto.
Se levantó y salió del restaurant dejando a Ángela sumida en sus cavilaciones, sin dejar de observar que se veía aún más peligrosa que el peor de los criminales.
—Qué perra —murmuró mientras se alejaba por la vereda.



FiN


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